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as obras más relevantes en prosa de Jovellanos tienen un fin didáctico, aunque los temas sean diversos (política, filosofía, economía, filología); pues su intención es intervenir, criticar (de manera constructiva, claro) y reformar con el fin de mejorar España. Esta dirección toman dos de sus obras más destacables: Memoria por el arreglo de la policía de espectáculos y el Informe sobre el expediente de la Ley Agraria. Éste último fue ordenado por Carlos III para mejorar la condición de la vida de los españoles.
La concienzuda tarea de Jovellanos duró unos años, percatándose de la necesidad de una reforma de la propiedad agraria (en ese momento existían en Andalucía grandes terratenientes con extensos campos que no cultivaban en su totalidad) por lo que el consejo de Jovellanos era hacer reparto entre pequeños propietarios para aumentar la producción y mejorar las condiciones de vida (política que retomaría la II República desde 1931, dos siglos más tarde, y que fue una de las causas de la Guerra Civil ). Sin embargo, cuando lo presentó, por fin, al monarca, éste no estaba dispuesto a llevarlo a cabo para unos súbditos que habían demostrado su poca inteligencia -habían seguido un motín, iniciado por los nobles, contra los ministros italianos y reformistas (habían prohibido el sombrero de ala ancha y colocaron luz en las angostas callejuelas de la Corte para evitar los asesinatos y duelos) que el Rey había traído de su anterior experiencia real con lo que se vio obligado a echarlos.
El gran trabajo de Jovellanos iría a la basura. Bueno, peor, al Índice de Libros Prohibidos.
Respecto a la Memoria para el arreglo dela policía de espectáculos y diversiones públicas, propone una serie de reformas ilustradas, pero con el tono candoroso que lo caracteriza.
Los momentos más relevantes son: las páginas en torno a la reforma del teatro, donde muestra las ideas ilustradas neoclásicas contra las preferencias del gusto popular (sería como en la actualidad: una política de televisión de calidad que eleve al ser humano y lo mejore, contra un inepto público que se entretiene y es controlado con lo más decadente); y el apoyo al decreto de Carlos III prohibiendo las corridas de toros por bárbaras e irracionales. Pongamos un fragmento de ésta última, pues, tristemente, aún está de actualidad.
(…) sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena a cierta especie de hombres arrojados que, doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio o si no requiriese una especie de valor y sangre fría que rara vez se combinarán con el bajo interés.
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato y también según el gusto y genio de las provincias que lo adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados y parecía empeñarles más y más en sostenerle cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III le proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás, en otras se circunscribió a las capitales y donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos períodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa , ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es , pues, claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que, cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.
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