En el tiempo en que existían
seres maravillosos, una mujer salió de su casa con la compañía de un cesto con
comida. Huía del maltrato de su marido. Hundiendo los pies en la nieve, avanzó mucho
para alejarse de su horrible esposo. Ni siquiera paró en ninguna aldea del
camino por miedo a que le obligaran a volver.
Cuando ya se encontraba sin
alimento y con el frío agarrotando su hambriento cuerpo, encontró entre la
nieve carne de caribú. Miró a uno y otro lado con la intención de encontrar a
su dueño y pedir permiso para alimentarse. Sin embargo, allí sólo estaba ella,
rodeada por el viento cortante y un extenso manto blanco. Tomó parte de la
carne y la asó. Pronto se sintió más fuerte. De modo que continuó el camino. Subió
una colina y se acurrucó entre dos rocas, sorprendentemente muy cálidas.
A la mañana siguiente retomó su
andar. Al anochecer, se cobijó bajo un montículo, tan cálido como las rocas de
la noche anterior. A la posterior, se acurrucó en la depresión del suelo. La siguiente,
en la maleza entrelazada.
De pronto, la sobresaltó una
potente voz:
-
¿Qué haces aquí?
La mujer tembló aterrorizada.
¡Llevaba tres días caminando sobre un gigante dormido!
-Puedes quedarte- continuó la
ronca voz- pero no te acerques a mi boca cuando duermo. Mi aliento podría
lanzarte al cielo.
De este modo la mujer se percató
de que el gigante no le quería hacer ningún mal, así que se tranquilizó.
Para alimentar a la huésped, el
gigante acercó carne de cabirú y le indicó que podía usar algunos pelos de su
barba para hacer fuego con el que asarla. La mujer agradeció el cuidado e hizo
lo que le decía.
-¡Rápido, cobíjate bien entre mi
barba voy a toser!
La mujer casi no pudo asirse al
bello gris de la barba del gigante cuando todo se estremeció y un poderoso vendaval
salió de la boca de su nuevo amigo.
Kinak, que era como se llamaba el
gigante, permitió a la mujer hacerse una cabaña en su tupida barba, siempre
lejos de su boca. Él sólo tenía que alargar la mano para capturar a los
animales y proporcionar a la mujer tanto carne como pieles para protegerse del
frío. Sin embargo se dio cuenta de que, a veces, ella estaba triste.
-¿Quieres volver a tu casa?-
preguntó el gigante con su ronca voz.
La verdad es que se acordaba de
su marido, mas tenía miedo de que volviera a maltratarla.
-No te preocupes. Yo te protegeré
si lo necesitas.
Y tras decir esto, el gigante le
aconsejó que cortara la punta de las orejas de las pieles de todas las presas y
las metiera en su cesto. A continuación, sopló y el viento resultante llevó por
los aires a la mujer hasta llegar a la puerta de su casa. Como había pasado
tiempo, y la había dado por muerta, al verla, su marido creyó que era un
fantasma. Sin embargo, al percatarse de su error, abrazó a su esposa. Ésta le contó lo sucedido y él
prometió no volver a repetir su mal hacer.
A la mañana siguiente la mujer
entró en la despensa, donde había dejado las puntas de las orejas. Se sorprendió
al ver que éstas habían crecido y convertido en pieles. Con ellas se hicieron
ricos y su esposo tuvo gran influencia en la aldea desde entonces.
Pasaron los años repletos de
felicidad. Habían tenido un hijo al que llamaron Kinak en honor al gigante.
Sin embargo, un día, el marido,
por algo insignificante, se enfureció y
persiguió a su esposa por la nieve con un palo. Ésta cayó y se acurrucó para protegerse. Entonces recordó
y comenzó a gritar:
-¡Kinak! ¡Kinak!
De pronto el cielo oscureció y un
vendaval alejó al hombre hasta que ya no se lo vio.
La mujer y su hijo siguieron
viviendo en la aldea. Al correr los años, él se había convertido en un apuesto
muchacho, pero con el mal carácter de su padre. Un día se peleó, de nuevo, pero
esta vez el resultado fue la muerte de los otros jóvenes con los que discutía
por una foca.
Aterrada, la madre creyó que lo
mejor era que su hijo abandonara la aldea. Sin saberlo, cogió el mismo camino
que años antes siguiera su madre. De modo que se encontró con el gigante. Éste lo
recibió con alegría y le permitió hacerse una cabaña en su barba. Sin embargo, aunque le avisó de que no se acercara
a la boca, el joven no hizo el menor caso y se exploró la zona prohibida. En ese
momento, los labios del gigante se separaron y salió un gran vendaval. El muchacho
intentó, sin éxito, asirse al bigote del gigante. Salió volando despedido hacia
el cielo. Y nunca más se lo volvió a ver.
Nadie más ha vuelto a ver al gigante,
aunque se dice que en las frías noches de invierno puede oírse su aliento en la
ventisca.
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