En
una meseta cuatro mil metros de altura se levantaba una ciudad de gentes jactanciosas.
Creyeron que el resto debía adorarlos como dioses.
Un día llegó a la población un grupo de paupérrimos indios.
Profetizaron el final de la ciudad. Sin embargo, los habitantes se burlaron de
los extranjeros y se vanagloriaron de su propia inteligencia. Al final, los
expulsaron a latigazos. Pero los sacerdotes habían comenzado a preocuparse.
Algunos salieron para llevar una vida de ermitaño. Mas se volvieron en la diana
de más burlas.
Un buen día, un habitante vislumbró cómo se acercaba una
nube roja. Poco a poco la fueron acompañando otras azabaches. La noche no
llegó. La ciudad estaba bajo una luz escarlata que comenzó a aterrar a los
ciudadanos. La tormenta comenzó. El suelo se resquebrajó bajo las gotas
bermellones. Los edificios fueron arrasados por la inundación.
Desde ese momento el lago Titicaca cubrió la ciudad
orgullosa. Sólo sobrevivieron los sacerdotes. Quedó en pie su templo, ahora
conocido como la Isla del Sol.
Los indios observaron la tragedia desde lo alto, apenados
por no haber podido convencer a los ahora fallecidos habitantes. Se dice que
quedaron en los alrededores dando lugar a callawayas.
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Durante mi estancia en la Universidad Complutense mientras estudiaba Filología Hispánica, tuve el honor de asistir como alumno a la asignatura titulada Cultura Inca, donde el lago Titicaca aparecía una y otra vez, fundamentalmente como reclamo de varias leyendas. El propio Viracocha, gran jefe inca, surgió de sus aguas en uno de los mitos más repetidos. El carácter sagrado del lago, por tanto, está más allá de toda duda. Como en cualquier civilización, los elementos naturales a su alcance son un reclamo para todo tipo de historias y residencias de divinidades.
ResponderEliminar¡Qué asignatura más interesante!
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