Una tarde de verano, un joven fue
a pescar al lago. Cuando ya estaba cayendo el sol, decidió recoger para
marcharse. Entonces oyó un hermoso canto. Miró a
su alrededor, pero no vio nada. Su vista se alzó. Del cielo descendía una
cesta. El joven se ocultó con el fin de descubrir el misterio. En poco tiempo,
el cesto tomó tierra y de él salieron siete muchachas que cantaban y danzaban
con suaves movimientos. La belleza de las mujeres, de su baile y de su voz dio
lugar a que el joven se uniera al canto. Las muchachas, asustadas, corrieron
hasta la cesta, que se elevó por los aires hasta que no se pudo atisbar desde
la tierra.
El día siguiente el joven lo pasó
pensando en aquellas preciosas mujeres vestidas de blanco y de dulces voces y
movimientos. Decidió volver al lago. Esperó oculto entre la vegetación. Volvió a
sonar la canción. Contempló cómo descendía la cesta y, después, cómo salían de él
las muchachas. Todas eran hermosas, pero lo hechizó la más pequeña. Quiso verla
más de cerca, mas sus pies toparon con una pequeña rama en el suelo. El crujido
espantó a las muchachas, que huyeron a toda prisa.
Al atardecer siguiente volvió a
ocupar su lugar. Sin embargo las jóvenes tardaban en bajar. ¿Las habría
asustado y ya no volverían? De pronto, escuchó la música. Esta vez salieron del
cesto agrupadas, mirando de uno a otro lado como si quisieran comprobar que allí
no había nadie. Una de ellas indicó que parecía que todo estaba tranquilo, pero
le asustaba aquella voz que se había unido a ellas y el ruido de la noche
anterior. ¿Y si las espiaban? Otra consideró que la voz sólo era el sonido del
viento; el ruido, un animalillo.
Más tranquilas, comenzaron a
danzar y cantar de nuevo. Mientras, con cuidado, el joven se fue acercando a
ellas. Cuando la muchacha de la que se había enamorado estaba más lejos de las
demás, la tomó de un brazo. Las otras corrieron hacia el cesto llamando a la
que había sido atrapada. Ésta logró escabullirse y agarrarse al borde, pero el
joven la volvió a atrapar y la sujetó con fuerza. La muchacha se vio obligada a
soltar la cesta. Cayó, junto a su captor, al suelo.
Una vez allí, ella le pidió
explicaciones. No entendía con qué
intención la había separado de sus hermanas. El joven declaró su amor y su
intención de casarse con ella. La muchacha se tranquilizó y explicó que no podía
permanecer en la tierra. Sus hermanas y ella eran las Pléyades, las hijas del
Sol y la Luna. Tenía
que volver al cielo. El joven le pidió que le permitiera ir con ella. Fue entonces
cuando la muchacha confesó que bajaban a la tierra a bailar a escondidas. Su padre
se enfadaría. Al final, el joven la convenció para que le dejara subir con ella
e intentar convencer al mismo Sol.
La muchacha empleó el viento para
enviar un mensaje a sus hermanas pidiéndoles que volvieran a bajar el cesto.
Así, a la tarde siguiente, la
pareja subió al cielo.
Las Pléyades. |
El Sol enfureció al enterase de
que sus hijas habían desobedecido su prohibición de bajar a la tierra. Entonces
intervino el joven de manera elocuente. El astro aceptó el matrimonio, pero, con la
finalidad de que no sucediera otra vez algo parecido, desterró a todos a la parte
más alejada del cielo. El joven pidió poder visitar la tierra de vez en cuando. El Sol
se lo permitió sólo a la nueva pareja.
Y así, las siete hermanas fueron
obligadas a instalarse en el lugar más lejano del cielo. Algunas veces los
esposos viajan a la tierra. Por eso se
ven seis estrellas en las Pléyades.
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¡Qué bonito! Las historias mitológicas, vengan de la cultura que vengan, rezuman por todos sus poros una sensibilidad especial, entre la leyenda y el cuento infantil.
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