- Presentación de Manuel Hernández
- Elena Muñoz habla sobre el amor.
- Lectura de textos :
- Amor más poderoso que la muerte de Quevedo
- La casada infiel de García Lorca
- Puedo escribir los versos más tristes... De Neruda
- Mano entregada de Vicente Aleixandre.
Audiovisual: Ghost
Descanso
-Tertulia: Antonio Daganzo, Rosa Huertas, Quevedo Puchal. Coloquio.
- Lectura de fragmentos propios de los participantes en la Tertulia.
- Audivisual: 9 semanas y media.
-Lectura de los participantes ganadores del concurso de microrrelatos eróticos Los secretos de Mar.
- Despedida.
Centro social de Covibar. Avd. del deporte s/n. Rivas Vaciamadrid. Junto estación de metro de Rivas Urbanizaciones.
Os dejo un poema de Cernuda
EL JOVEN
MARINERO
El mar, y nada
más.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
dulcemente trastornado, como el hombre cuando un
placer espera,
tu cabello seguía la invocación frenética del viento;
todo tú vuelto apasionado albatros,
a quien su trágico desear brotaba en alas,
al único maestro respondías:
el mar, única criatura
que pudiera asumir tu vida poseyéndote.
Tuyo sólo en los ojos no te bastaba,
ni en el ligero abrazo del nadador indiferente;
lo querías aún más:
sus infalibles labios transparentes contra los tuyos
ávidos.
Tu quebrada cintura contra el argénteo escudo de su
vientre,
y la vida escapando,
como sangre sin cárcel,
desde el fatal olvido en que caías.
Ahí estás ya.
No puedes recordar,
porque ahora tú mismo eres quieto recuerdo;
y aquella remota belleza,
en tu cuerpo cifrada como feliz columna,
hoy sólo alienta en mí,
en mí que la revivo bajo esta oscura forma,
que cuando tú vivías
sobre un ara invisible te adivinaba erguido.
el sol de lengua ardiente sobre el negro diamante de
tu piel,
a lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas en ocio
celeste,
llenas de un áureo polen, igual que la corola de
alguna flor feliz.
De reposo divino, divina indiferencia;
caído el cuerpo flexible y seguro, como un arma
mortal,
ante la gran criatura enigmática, el mar
inexpresable,
sin deseo ni pena, igual a un dios,
que sin embargo hubiera conocido, a semejanza del
hombre,
nuestros deseos estériles, nuestras penas perdidas.
aquellas oscuras tardes, cuando severas nubes,
denso enjambre de negras alas,
silencio y zozobra vertían sobre el mar;
y en tanto las gaviotas encarnaban la angustia del
aire invadido por la tormenta,
recuérdale agitado, al mar, sacudiendo su entraña,
como demente que quisiera arrancar en la luz
el núcleo secreto de su mal,
torciendo en olas su pálido cuerpo,
su inagotable cuerpo dolido,
trastornado ante tu amor, también inagotable,
sin que pudieras llevar sobre su frente atormentada
la concha protectora de una mano.
abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa.
Una juventud nueva corría por las venas de los
hombres invernales;
escapaban timideces, escalofríos, pudores
ante el puñal radiante del deseo,
palabra ensordecedora para la criatura dolida en
cuerpo y espíritu
por las terribles mordeduras del amor,
porque el deseo se yergue sobre los despojos de la
tormenta
cuando arde el sol en las playas del mundo.
Mas ¿qué importan a mi vida las playas del mundo?
Es ésta solamente quien clava mi memoria,
porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra
aurora,
arrastrando las alas de tu hermosura
sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
abierta bajo la luz,
con sus armaduras de altas rocas
caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,
en lánguido paraje del perezoso sur.
los leves molinos de viento
y aquellos menudo cuerpos oscuros,
parsimoniosamente movibles,
junto a los bueyes fulvos,
transportando los lunáticos bloques de sal
sobre las vagonetas, tristes como todo lo que
pertenece a los trabajos de la tierra,
hasta las anchas barcas resbaladizas sobre el pecho
del mar.
si no fuera por el mar.
acariciados los ligeros tobillos por el ancho
círculo de tu pantalón marino,
el pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa
cintura,
cubierto voluptuosamente de lana azul como la yedra,
el desdén esculpido sobre los duros labios,
anegarte frente al mar en una contemplación
más honda que la del hombre frente al cuerpo que
ama.
y todos ellos no son sino sombras que velan
la forma suprema del amor, que por sí mismo late,
ciego ante las mudanzas de los cuerpos,
iluminado por el ardor de su propia llama
invencible.
sin velos que mudaran la recóndita imagen del amor;
más que al mismo amor, más, ¿me oyes?,
insaciable como tú mismo,
inagotable como tú mismo;
aún sabiendo que el mar era el único ser de la
creación digno de ti
y tu cuerpo el único digno de inhumana soberbia.
huyeron ante el furtivo pensamiento de la sombra.
Los hombres descansaban en sus cabañas,
entre la mujer y los hijos,
desnudos los pies bajo la luz funeral del acetileno,
acechando el sueño en sus yacijas junto al mar;
como si no pudieran dormir lejos de lo que les hace
vivir
y de lo que les hace morir.
daba con su presencia el mar;
pero también latía por el aire adormecido y fresco
del letal anochecer
un miedo oscuro
a no se sabe qué pálidos gigantes,
dueños de grisáceas serpientes y negros hipocampos,
abriendo las sombrías aguas,
en lucha sus miembros retorcidos con rebeldes
potencias animales del abismo.
surgían lentamente desde la arena soñolienta,
voluptuosos cuerpos tibios,
con la gracia del animal que sabe volver los ojos
implorantes
hacia las manos del dueño, dispensadoras de
protección y de caricias,
y piensa tristemente que se alejan sin poder
retenerlas.
no a estas horas de tregua cobarde,
al amanecer es cuando debías ir hacia el mar, joven
marino,
desnudo como una flor;
y entonces es cuando debías amarle, cuando el mar
debía poseerte,
cuerpo a cuerpo,
hasta confundir su vida con la tuya
y despertar en ti su inmenso amor
el breve espasmo de tu placer sometido,
desposados el uno con el otro,
vida con vida, muerte con muerte.
flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales
caricias del mar,
más pálidos los labios, lo mismo que si hubieran
dado paso
a toda su pasión, el ave de la vida;
igualmente hermoso, así, joven marino,
desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
como cuando tornasolaba la vida tus miembros
melodiosos.
Cambian las vidas, pero la muerte es única.
Aún oigo aquella voz exangüe, que en su vago delirio
llegó hasta mí, a través de las velas caídas en la
arena, como alas arrancadas;
alguien que conocía tu ausencia, porque sus ojos te
vieron muerto, tal una rosa abandonada
sobre el mar,
decía lentamente: “Era más ligero que el agua”.
cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes de
vergüenza,
y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro
lado, en el olvido.
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,
como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.
También a toro pasado, tengo que decir que es el café literario que más me ha gustado de los últimos celebrados. Estuvo mucho más centrado en temas literarios, destacando sobre todo una tertulia con autores de gran calidad. Gracias a Elena y Fernando, organizadores del evento, por el resultado obtenido.
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