Federico García Lorca (1898 - 1936) |
Podéis leer también: LORCA: UN GENIO INTERRUMPIDO
También os dejo la descripción que hace Rafael Alberti de su primer encuentro con Lorca:
IMAGEN
PRIMERA DE LORCA: EN LA
RESIDENCIA DE ESTUDIANTES
Fue
en la Residencia
de Estudiantes, de Madrid.
Las
sobrias alcobas y los árboles de la Residencia han ayudado al crecimiento del nuevo
espíritu liberal español, a la creación de sus mejores obras, desde comienzos
de siglo hasta el trágico 18 de julio de 1936, fecha de su oscurecimiento. Hija
de la Institución
Libre de Enseñanza, núcleo de la cultura que llegó a ser
dirigente con la República
del 14 de abril, la
Residencia de Estudiantes vino siendo la casa de las más
grandes inteligencias españolas. Baste señalar entre los nombres de sus
huéspedes anteriores a García Lorca los de Ramón Menéndez Pidal, Antonio
Machado, Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Américo Castro,
etc.
En
1919, Federico fue enviado por sus padres a esta Residencia. Venía a Madrid no
como poeta, nativa y única vocación de su sangre, que ya muy bien sabían los
aires y los ríos de su Granada, sino como estudiante. Estudiante, a ratos perdidos,
de Filosofía y Letras y —cosa horrible para él— de Derecho, cuya licenciatura
obtiene el fin en la Universidad
granadina (1923).
Nuevos
nombres, algunos de los cuales irían destacándose en el panorama intelectual
español durante la decena de años en que García Lorca hace de la Residencia la casa de
su poesía, habían sustituido a los de aquellos otros, maestros ya, respetados y
consagrados dentro y fuera de la
Península.
Los
poetas malagueños José Moreno Villa y Emilio Pra os; el todavía casi
adolescente pintor catalán Salvador Dalí y el cineasta Luis Buñuel, su más
tarde colaborador en París, eran, entre la multitud de ciegos estudiantes
admirados que invadían a todas horas la alegre celda del poeta, sus verdaderos
amigos, esos con quienes Federico mejor se comunicaba, esos que ya valorizaban
su creciente y arrebatadora juventud, río constante de gracia y poesía.
Cuando
dos poetas se conocen y se dan la mano por vez primera, es como si dos
corrientes transangélicas tropezaran, fundiéndose. Leves aires ingenuos de
García Lorca conocía yo antes de encontrármelo, mínimas ráfagas celestes, que
al estrecharse nuestros dedos habrían de aletearme en la memoria:
Y las estrellas pobres,
las
que no tienen luz
—¡qué dolor, qué dolor,
qué
pena!—,
están
abandonadas
en un azul borroso.
¡Qué dolor, qué dolor,
qué
pena!
¡Versillos
viejos de la preamistad, que nunca he visto recogidos en sus obras, pero que
significan para mí la imagen del poeta aún sin cara y sin cuerpo, pura brisa
sin árbol, breve soplo sin referencia! Y este primer momento con el poeta
invisible fue durante un verano, en la sierra de Guadarrama (1922). ¿Cómo sería
Federico? ¿Quién lo había visto y frecuentado? ¿Cuándo lo conocería? Ignoraba
yo entonces que aún pasarían dos años para que esto sucediera.
* *
Verde
que te quiero verde.
Verde
viento. Verdes ramas.
Así
como el poemilla anterior siempre me traerá el aroma del poeta imaginado sobre
un paisaje de romeros y pinos guadarrameños, estos versos del Romancero
gitano serán ya para toda mi vida la Residencia de Estudiantes, puerta de nuestra
amistad, que en una tarde amarillenta de octubre (1924) me abriera, hoy no
recuerdo si el poeta Moreno Villa o el pintor Salvador Dalí.
—Rafael
Alberti...
Federico
abrazaba a todo el mundo, cayendo en seguida sobre el presentado como una
tromba incontenible de palabras, entrecortadas risas y gestos hiperbólicos.
-Te
conozco. ¡Cómo no voy a conocerte! —comenzó, golpeándome la espalda y
estrujándome hasta el resuello—. ¡A que sí! Y también he leído tus canciones en
La Verdad ,
de Murcia. ¿Es mentira? ¿No? Ja, ja, ja! «¡Alberti, Albertito!», le decían
a un tío tuyo que vivía en Granada. ¿Ves como sé quién eres y quién es tu
familia?
Y
se volvía a reír, con una boca grande, profunda, volcado de cintura para atrás
y apretándome las muñecas.
—Te
voy a hacer un encargo —continuó, sin soltarme, impidiéndome con su inatajable
velocidad todo intento, no sólo de palabra, sino de respiro—. Este es un
encargo que le hago al pintor. Quiero que me regales un cuadro en el que yo
figure dormido al pie de un arroyo con flores y una Virgen, Nuestra Señora del
Amor Hermoso, apareciéndoseme en lo alto de un olivo. Te prometo colgarlo sobre
la cabecera de mi cama. Y si alguna vez vas por Andalucía, por Fuente Vaqueros,
adonde te invito desde ahora, verás cómo es verdad lo que te estoy diciendo.
Le
respondí que sí, sorprendido y entusiasmado; que aquella misma noche comenzaría
su «encargo»; que aunque la poesía me interesara ya bastante más que la
pintura, me ufanaba la idea de pintarle dormido en lo ancho de una vega,
rodeado de flores, sonriendo a Nuestra Señora...
Mientras
así hablábamos, habían ido llegando más amigos, estudiantes que apenas sin
comprenderlos repetían luego sus poemas por las tertulias literarias de los
cafés y claustros universitarios.
Verde
que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
En un remanso oscuro del jardín,
iluminado débilmente al fondo por las ventanas encendidas de los pabellones
estudiantiles, comenzó a recitar Federico, espontáneamente, sin que nadie se lo
pidiera, su último romance traído de Granada. En medio del silencio y de
aquella penumbra susurrante de álamos, pude entrever cómo se le transfiguraba
el rostro se le dramatizaban la voz y todo el aire al son duro, patético lleno
de misterioso escalofrío, que repica por el suceso sonámbulo del poema.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.
Era
García Lorca entonces un muchacho delgado, de frente ancha y larga, sobre la
que temblaba a veces, índice de su exaltada pasión y lirismo, un intenso mechón
de pelo negro, «empavonado», como el del Antonio Camborio de su Romancero. Tenía
la piel morena, rebajada por un «verde aceituna», término comparativo éste que
se emplea mucho por Andalucía, la tierra española más rica en olivares. Su
cara no era alegre, aunque una larga sonrisa, transformable rápidamente en
carcajada, pusiera en ella esa expresión de contagioso optimismo, de fuego
desbocado, que tan perdurable recuerdo dejara, incluso en aquellos que tan sólo
le vieron un instante.
El
aspecto total de Federico no era de gitano, sino de ese hombre oscuro, bronco y
fino a la vez, que da el campo andaluz. Una descarga como de eléctrica
simpatía, un hechizo, una irresistible atmósfera de magia para envolver y aprisionar
a sus auditores, se desprendían de él cuando hablaba, recitaba, representaba
veloces ocurrencias teatrales, o cantaba, acompañándose al piano. Porque en
todas partes García Lorca encontraba un piano.
Uno
grande, de cola, estuvo siempre abierto para el poeta en la sala de cursos y
conferencias de aquella casa madrileña de los estudiantes. Si existe aún y hoy
levantáramos su tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías romancescas
y canciones de España. La voz, las manos de Federico están enterradas en su
caja sonora. Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto
(poesía culta): es decir, Andalucía de lo jondo, popular, y la
tradición sabia de nuestros viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas
contemporáneos del sur, con Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez a la cabeza,
pueda encontrarse esta misma veta, este recuperado hilillo de agua
transparente, es García Lorca quien con más fuerza y continuidad representa
esta línea. Su primer libro —Impresiones y paisajes—, libro de prosas
poco conocido, aparece dedicado a su maestro de música, a su profesor de
piano. Dato revelador. Arranque rítmico y melódico de su poesía. Federico
cantaba y se acompañaba, en ese piano que para él se abría en todas partes, con
un gusto y una gracia muy suyos, reinventando las melodías y palabras semiolvidadas
de esos cantos y cantes, sustituyendo las fallas de su memoria con añadidos de
su invención. Es decir, era una fuente de poesía popular, que manaba con el
mismo chorro, lleno de torceduras, ausencias e interrupciones que el verdadero
que alimenta la memoria del pueblo. Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón
de la Residencia ,
junto a aquella ventana por donde la madreselva florida asomaba su olor,
recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa de transformación, de
recreación, de adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia
propia, que, como un Lope de Vega, poseía Federico.
¡El
Pleyel aquel de la
Residencia ! ¡Tardes y noches de primavera o comienzos de
estío pasados alrededor de su teclado, oyéndole subir de su río profundo toda
la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste, ágil y alegre
de España! ¡Época de entusiasmo, de apasionada reafirmación nacional de
nuestra poesía, de recuperación, de entronque con su viejo y puro árbol
sonoro! Ante ese piano he presenciado graciosos desafíos —o, más bien,
exámenes— folklóricos entre Lorca, Ernesto Halffter, Gustavo Durán, muy
jóvenes entonces, y algunos residentes ya iniciados en nuestros cancioneros.
—¿De
qué lugar es esto? A ver si alguien lo sabe — preguntaba Federico, cantándolo y
acompañándose:
Los
mozos de Monleón
se fueron a arar temprano
-¡ay, ay! —,
se
fueron a arar temprano...
En
aquellos primeros años de creciente investigación y renacido fervor por
nuestras viejas canciones y romances, ya no era difícil conocer las
procedencias.
—Eso
se canta en la región de Salamanca —respondía, apenas iniciado el trágico
romance de capea, cualquiera de los que escuchábamos.
—Sí,
señor, muy bien —asentía Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al
instante con un canturreo docente: —Y lo recogió en su cancionero el presbítero
don Dámaso Ledesma.
Otras
veces, bajo los chopos y adelfas del jardín, o en su habitación, eran los
desafíos poéticos, la lectura de los nuevos poemas. Por allí resonaron, recién
escritos, los de Presagios, el libro inaugural de Pedro Salinas, y los
de Cántico, de Jorge Guillen; por allí dije yo, con la timidez del más
joven, canciones de mi Marinero en tierra. Juan Ramón Jiménez,
exresidente ya en aquellos años, pasaba algunos atardeceres con nosotros,
dándonos el gran ejemplo continuo de su perfecta vocación, elevada a
religiosidad y ascetismo, mientras que el bueno de Antonio Machado, perdido
siempre en la provincia, nos mandaba su eco desde la paramera de Castilla o
las llanuras de Baeza, eco que repetíamos de recio por aquella casa de la
cultura, albergue de poetas, por donde se alternaban de cuando en cuando con
las nuestras, voces de afuera como las de Paul Valéry, Claudel, Aragón, Eluard,
Teixeira de Pascoaes...
En
aquel paisaje de juventud y trabajo, Federico, como un eterno estudiante
siempre en vacaciones, vivía la mayor parte del año, hasta que se marchaba, por
lo general muy entrado ya el verano, a Granada o a Fuente Vaqueros, ciudad y
pueblo que tantas cosas dijeron a su poesía. Y allí, en los tirantes estíos
andaluces, movidos de olivares y limones, no le esperaban ya aquellos pianos
íntimos, cultos de Madrid, sino las guitarras profundas de los patios y caminos
recónditos, junto al alma jonda de
don Manuel de Falla, claro norte en su formación poética, además de entrañable
amigo.
—¡Primo!
Están cabeceando los árboles. Es que está encima la tormenta. Adiós.
Los
estudiantes se habían ido marchando hacia sus pabellones. Federico quedó solo
conmigo en el jardín, hasta pasadas las doce de la noche. ¡Primo! Fue con ese
gracioso tratamiento gitano, que ya nunca más abandonó, como se despidió de
mí aquel arrebatado andaluz oriental el primer día de nuestro encuentro en la Residencia de
Estudiantes.
Rafael
Alberti, Imagen primera de…
Buenos
Aires, Losada, 1945, páginas 15-22.
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Muchas gracias Patricia por traer a este magnífico autor (mi favorito, tengo que confesar). Siempre me maravilla de los genios su capacidad inconformista con el mundo que les rodea, su necesidad de saber cada minuto un poquito más.
ResponderEliminarUn gran genio. Creo que su obra ha sido la única que me ha gustado en su totalidad.
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