Es bien sabido que la bebida
preferida por los romanos era el vino, que tomaban caliente. Sin embargo, en
verano lo enfriaban con hielo que bajaban, por la noche, de las montañas.
Este preciado líquido (conservado
en ánforas colocadas en estanterías o bajo tierra) se clasificaba en varias categorías: oscuro, tinto, rosado,
blanco y tostado. Todos tenían en común que, fuera el que fuera su recipiente
(de barro, plata, bronce o vidrio), solían beberse mezclados con agua. No es
que no aguantaran el vino, sino que el antiguo era muchísimo más consistente
que el actual, por lo que necesitaba ser rebajado.
El que preferían por
considerarlo de mejor calidad procedía de una aldea de Campania (Cécubo).
Los romanos conocían perfectamente la cerveza de los
bárbaros, quienes solían tomarla caliente. Con todo tenían el vino como algo
más sofisticado, de ahí que lo prefiriesen.
Naturalmente, Patricia: el vino para los ciudadanos del Imperio y la cerveza, para los bárbaros, como debe ser, aunque a menudo nos demos el gusto de tomarnos unas cañitas: lo mejor es enemigo de lo bueno.
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