viernes, 14 de septiembre de 2012

UNO DE MIS RELATOS CORTOS

Hoy os dejo un texto literario de  quien regenta este blog. Va a estar aquí durante muy poco tiempo. Aprovechad a leerlo y a hacer vuestros comentarios. Espero que lo disfrutéis.

La triste historia de un enano: don Diego de Arcedo.
Premiado en el IV CERTAMEN DE RELATO CORTO DE COSLADA (la primera mujer en recibir un premio en la historia de ese concurso).




El pintor real volvía al palacio, esta vez dispuesto a retratar al Primo. Velázquez pretendía transmitir en su obra toda la personalidad y tragedia que giraba en torno a aquél enano de Palacio. Él no lo consideraba un mero enano bufón, sino que adivinaba que éste sólo era un medio tanto de subsistencia como de satisfacer su ansia de sabiduría. Y así quería que lo vieran los demás.   El artista, con el pincel apoyado en el mentón, buscaba la manera de plasmar no sólo el desastre biológico que había provocado a aquel hombre sabio a humillarse como bufón, sino también el ir más allá: al espíritu del hombre. Toda la Corte sabía de la maestría literaria de don Diego de Arcedo, más conocido como el Primo.  Velázquez, alejándose un poco del retrato, observaba éste con intensidad y con cierta tristeza. Sí, la pintura presentaba un ser de semblante varonil y bello; sin embargo, lo sustentaba un cuerpo de niño, colocado tras un libro. No obstante, la mirada del óleo parecía hablar. Y… y decía que aquél era un intelectual, un intelectual que se veía obligado a trabajar como bufón en la Corte.  Mmmm. Esa mirada deseaba expresar algo más. ¿Tal vez pena, desesperación? ¿O era, quizás, una tragedia? Escaneó el retrato con su mirada de artista. Si lo pintara con atuendo de cartujo, plasmaría mejor su alma. La vestimenta de los muertos en vida.
  Esa tragedia que había girado en torno al enano preferido del Rey era la comidilla de la Villa y Corte de Madrid allá, a principios del año 1644. Incluso por encima de la pérdida de Portugal o de la mala política del Conde- duque de Olivares y su caída en desgracia.
—Ja, ja, ja—rió el parroquiano con jocosa incredulidad-. No lo creo. ¿Un enano galán?
El barbero frunció el ceño un poco dolido porque no creyeran sus nuevas, y confirmó que lo decían los “avisos”  mientras alargaba el brazo y acercaba la navaja a la mejilla del parroquiano a fin de rasurarle la barba. 
—¡Pues anda que el Primo no apuntaba alto! ¡A una dama noble, ni más ni menos!
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  Sentada frente al tocador, con el cepillo en la mano pero sin acercárselo al cabello, doña Luisa parecía estar apenada. Aunque lo deseaba con impaciencia, no oía abrirse la puerta del aposento. Aun así, la observaba en el espejo del tocador con esperanza. Nada. No muy decidida, al final, se puso en pie. De un lado a otro de la habitación, deambulaba algo intranquila. Incluso se le escapó un profundo suspiro antes de ponerse un poco de abrigo y salir del cuarto. En el otro lado de la puerta, en el pasillo, daba la casualidad que pasaba la atareada doncella, quien dio los buenos días a su señora antes de pretender seguir con sus labores.
—¿Se ha marchado ya don Marcos?—preguntó inquieta la dama con la esperanza puesta en recibir una respuesta negativa por parte de la doncella. Sin embargo, ésta asintió con la cabeza antes de hacer una reverencia y disponer a marcharse a fin de continuar sus tareas—¿Sí? ¡Pero si no se ha despedido de mí!—exclamó desconsolada sin poder evitar que se percatara la sirvienta, quien, compadeciéndose un tanto de ella, se encogió de hombros y se marchó. Doña Luisa observó un momento cómo bajaba la escalera la doncella. Ahora que nadie la veía, hundió la cabeza en el pecho y quedó allí, ante la puerta, unos momentos. Al fin, volvió a entrar en su cuarto y a acomodarse, de nuevo, frente al tocador. Se sentía abandonada, carente de amor. Ni siquiera podía dar el suyo, pues su marido parecía no quererlo. Si al menos tuviera hijos… Pero no, no los tenía.  Con este triste pensamiento en la cabeza, alzó la vista, topándose con el reflejo de su rostro sobre el espejo del tocador. Observó que sus ojos parecían intentar contener miles de lágrimas. No, no debía llorar. Decidió estudiar minuciosamente su reflejo mientras se preguntaba si no era lo bastante bella para su esposo. ¡Qué más daba todo! Y rompió a llorar en silencio. Si al menos hubiera tenido amigos, verdaderos amigos… ¡Imposible! Imposible en una Corte cuya ley era la envidia, el chantaje, las calumnias, el soborno… la carencia de virtud. Sólo había que ver al Rey. Pobre Reina Isabel.  ¡Y tener que sufrir esas descaradas infidelidades!
Esa divina mujer es un ejemplo. Sí, un ejemplo de virtud. Mmm. Bueno, dicen que el conde de Villamediana la conquistó y la hizo su amante. ¡Sandeces! No creo nada de eso. La Reina es virtuosa y… pondría la mano en el fuego a que no  fue su amante. Sólo buscaba un cariño que ese Rey que nos ha dado Dios no le proporcionaba. ¡Cómo si  doña Isabel de Borbón no fuera demasiado mujer! Bella y culta como es. Si este es el destino de una gran dama, ¿qué podemos esperar las demás?
Unos golpes de nudillos contra la puerta interrumpieron los pensamientos de la dama, que secó las lágrimas con la mano. La puerta se abrió sin permiso, pasando al cuarto una mujer gruesa, entrada en años, pero con expresión bonachona. A pesar de que doña Luisa no se giró, el ama  de llaves vio su rostro reflejado en el espejo y puso los brazos en jarras.
—¿Otra vez así?- y la mujer se santiguó, se acercó a la cama, quitó las sábanas y, entre tanto, continuaba hablando: —Ese hombre es poco marido pa ti. ¡Ay, dulce niña! Con lo buena que tú eres… y que Dios te castigara con ese hombre que no sabe lo que tiene—Esta  vez la dama sí se giró y lanzó una mirada de reproche a la mujer, pero ésta no se percató y siguió tanto con su labor como con su cháchara: —Niña, si tú hubieras nacido entre nosotros, entre los pobres… ¡Otro gallo cantara! Na de contratos matrimoniales, na de dineros, sólo amor. No como ese pedazo alcornoque que tienes por marido, que sólo persigue al Rey.
La dama observaba la labor del ama, a quien escuchaba con atención. Ya hacía mucho tiempo que no le preocupaba que no se dirigiera a ella con las formas que se debía a un superior. Un momento había   dejado la mujer su labor para mirar a su señora mientras salían de su boca las últimas palabras. Ahora si vio la mirada de reproche que le lanzó doña Luisa.
—¿Qué? ¿Me negarás que es una alcornoque ese marido tuyo? A ver, sino, la prisa que tiene por irse sin despedirse ¡Si no va a verte en semanas! Si fueras mala y fea… Pero eres un ángel, niña. No me mires así. No te merece. Tan rápido se va… y sólo pa perseguir al rey ese.
—Venga. No hables así, es mi esposo. Y no persigue a nuestro Rey. Prepara su alojamiento allí dónde vaya.
La mujer volvía a encontrarse de espaldas a su señora, haciendo la cama.
—Sí, sí. Alojamiento y alguna mocita es lo que prepara tu marido a ese rey—apuntó el ama a la vez que se erguía y colocaba sus manos sobre los cansados riñones.
—Bueno, basta ya—dijo doña Luisa mientras se ponía en pie. El ama de llaves la miró de arriba abajo y encajó las cejas en tanto colocaba sus brazos en jarras al verla aún en camisón.
Doña Luisa humilló la vista. ¿Para qué iba a vestirse? Su marido la ignoraba. Iba a estar lejos de él unas semanas y no tenía más qué hacer. La dama rompió a llorar como una niña pequeña.
—Vaya. Estás histérica. Ya traigo algo pa que te calmes- y el ama salió del cuarto, diciendo estas palabras.

—¿Y la señora? Hace rato que no sale. ¿No va a ir hoy a la iglesia? Qué le has dao? ¿No la habrás mandao al otro mundo pa que no sufra?
—¡Mira que eres borrega! ¿Qué quieres, que la envenene! No, no, pedazo de animal. Le he hecho beber un poco de mandrágora pa que duerma un rato. Al menos así espero que sueñe algo mejor que la vida que le espera con ese pedazo mendrugo que tiene por marido.
Hubo unos momentos de silencio, mas la doncella parecía dar vueltas a algo. El ama de llaves le lanzó una mirada interrogativa, con lo  que la muchacha preguntó:  “¿Crees que el ama será cornuda?”. Como única respuesta el ama, con fuerza, le palmeó el cuello, consiguiendo que la doncella se encogiera y emitiera un quejido y dijera:  “Yo na más lo digo porque un hombre que viaja tanto y con ese Rey vicioso… algo se le habrá pegao”.
—¡Calla! Y ni lo  hables a la señora. ¡Lo que me faltaba! ¡Qué cruz! Dios mío, lo que tengo que aguantar.
Antes de que el ama decidiera volver a golpearla, la doncella comenzó la retirada en busca del costurero, a fin de continuar cosiendo las ropas que la señora deseaba destinar a los pobres.

Don Marcos era algo mayor que su esposa. Apenas tenían vida común. Él siempre andaba de un lado a otro de España. Y, cuando llegaba a casa, era mejor que no estuviera, según la opinión de los sirvientes. Tras largos momentos de actividad, no se acostumbraba a encontrarse en una casa que no le parecía su hogar. Más lo semejaban los palacios y alcázares donde preparaba el alojamiento del Rey. Allí pasaba más tiempo que en su propia casa, donde para todos, excepto para su joven esposa, se comportaba como un ogro gruñón de las novelas de caballerías que doña Luisa contaba tras acompañar a la Reina en Palacio. Sin embargo, montado como iba sobre el caballo castaño, tomando el camino a Toledo, don Marcos no pensaba en eso. Su mente, en cambio, se encontraba haciendo cálculos minuciosos en torno a la buena acogida que pretendía que recibiera el Rey. Bien era cierto que éste pocas atenciones mostraba a su acomodador, pero don Marcos se sentía orgulloso de su trabajo. A pesar de esto, de vez en cuando, le recomía las entrañas la idea de que Felipe IV no se sintiera agradecido y que pensara, tal vez, entregar  el puesto a otro hombre de la Corte. Este pensamiento inquietó a don Marcos, que instigó a la montura a fin de que acelerara el paso.

Sin apartar la vista del papel, mojó la pluma en el tintero y siguió escribiendo. El hombre, de bello rostro y mostachos cuidados y rubios, contaría con unos treinta y ocho años. Volvió a alargar el brazo y a humedecer el útil de escritura en el tintero. Parecía que ese bracito  de niño no pertenecía a esa majestuosa cabeza. Eran dos piezas que no encajaban bien en el rompecabezas.
El silencio que cubría la estancia fue roto por unas voces y risas que iban acercárdose alegremente. Don Diego, aun así, no alzó la cabeza. Su concentración era extrema. La musa llevaba su mente hacia otro mundo paralelo que no le permitía percatarse de nada de lo que ocurriera a su alrededor. Sólo cuando sintió que tiraban de sus piernecitas, que colgaban del asiento, salió de su ensueño. Examinó la habitación. Una bandada de enanos correteaba, reía, gritaba y hacía   piruetas. Don Diego alzó la vista al cielo, como si pidiera un favor al de allí arriba.
—¿No bailas con nosotros?—preguntó uno de los enanos dando pequeños saltitos de un lado a otro--. Yo seré el Rey—Los demás rompieron en carcajadas al ver que su compañero imitaba al monarca en una corrida de toros—Uy, Uy. ¡Qué miedo!—gritó el enano, imitando a Felipe IV, al ver a uno de sus amigos, inclinado, poner los índices sobre la cabeza, en forma de cuernos, y correr tras él como toro embravecido—Puuummmbaaa—simuló el sonido de una escopeta matando al toro. Después, paseó con la cabeza bien alta, mientras los demás vitoreaban y él decía: —Gracias, mis súbditos. Esta es la valentía de vuestro Rey—y asió a una enana, colocándola como si la fornicara por detrás.
Los enanos cayeron al suelo, pataleando,  y con las manitas sobre el estómago, dolorido de tanto reír.
A pesar de toda la alegría que transmitía la escena, don Diego no sonrió tal siquiera. Tan sólo miró con pena al resto de sus compañeros y siguió escribiendo. La enana observó la reacción del Primo. Apartó de sí al enano que imitaba al Rey y se acercó a la silla de don Diego. Visto que no le hacía el menor caso, la enana tiró de la ropa del poeta a fin de llamar su atención.  Al conseguirlo, pretendiendo insinuarse, preguntó que en qué estaba ocupando su tiempo. Entre tanto, los enanos seguían inmersos en un alegre bullicio, que debía de oírse por todo el Palacio. De pronto, unos nudillos llamaron a la puerta; no obstante, los gritos y risas de los enanos no dejaban percibirlos hasta que un estruendoso golpe provocó un silencio culpable. Entonces, la puerta se abrió. Era la Reina. Todos miraron a la bella mujer, quien, vestida con unos verdes ropajes de rectas líneas y gorgueras características del Siglo de Oro español, entró en la estancia. Un grupo de enanos se amontonó en un rincón con la intención de ocultar algo. La enana humillaba la cabeza, pero don Diego observaba a la Reina sorprendido de encontrarla allí. Isabel de Borbón sonrió y se acercó al grupo de hombrecitos, que se apelotonaban como niños traviesos.
—¿Qué es lo que habéis roto esta vez? –y la Reina se empinó un poco, observando que los pequeños hombrecillos ocultaban un jarrón. Más bien los añicos que quedaban de éste. Doña Isabel  miró con cejas encajadas a los causantes, que, temiendo que ordenaran que los quemaran vivos en la hoguera, temblaban. Al ver los rostros aterrorizados de los hombrecitos, la Reina  soltó una carcajada.
—Bah. Era el preferido del Rey.
Los enanos intercambiaron unas miradas angustiadas. ¡Ahora sí que los iban a despellejar vivos! Y no entendían el porqué la Reina seguía riendo.  Mas ella los tranquilizó, asegurando que ordenaría una  copia tan semejante que el Rey no se percataría. Y los enanos, por mandato real, salieron con cortas y rápidas zancadas, dejando solos a la Reina y al Primo. Hubo unos instantes de silencio. Isabel de Borbón se acercó a la mesa mientras contemplaba el rostro de don Diego, olvidando que era un enano y preguntó a éste si preparaba la velada de aquella tarde.
El Primo observaba el bello rostro de la Reina, quien todavía se conservaba joven. Su mirada topó con los ojos de la mujer. Parecía que el Universo entero se guardaba en ellos. Sin embargo, escondían un halo de tristeza y desesperanza. Su pensamiento voló hacia el Rey, un hombre capaz de ser infiel a una mujer tan maravillosa. Don Diego creyó adivinar que esa tristeza en la mirada de la Reina no venía sólo causada por las infidelidades de su marido, sino por un suceso que había acaecido hacía ya veintiún años. El entonces conde de Villamediana se había propuesto seducir a la hermosa y joven Reina. Aunque resultaba ser el galán más experimentado de toda la Corte y Villa, un objetivo tan alto le acarreó su muerte. Oficialmente, no se sabía a ciencia cierta quién había asesinado al Correo Mayor, pues escritos burlescos le atrajeron cantidad de enemigos. Aun así, don Diego sospechaba que la Reina sabía perfectamente que Felipe IV había ordenado que lo asesinaran. Isabel había llorado secretamente la muerte de aquel que le había hecho sentirse amada por primera y última vez. Y en su honor, con sus propias cristalinas manos, había plantado un ciprés. La Reina, viendo que su esposo continuaba con las infidelidades, había decidido vengarse negándose a yacer con  Felipe IV. Y, por tanto, negándose también a darle un heredero de sangre puramente real. El Rey, aunque se encaprichaba con otras mujeres, se percataba de que la más bella vivía junto a él. Sin embargo, desde entonces, sería la más inaccesible.
—No, señora—respondió don Diego—. La verdad es que ya  pensé con qué os voy a sorprender.
La Reina lo miró con curiosidad, sin percatarse de que don Diego la observaba detenidamente sin sacar los bracitos de debajo de los paños que cubrían la mesa, avergonzado como estaba por su desfiguración ante aquella bella mujer.
—¿Sí? ¿De qué se trata? Vamos, don Diego, no me mire así- pidió la Reina al percatarse de la mirada de reproche que le había lanzado el escritor—. Dígame lo que va a ser. Aunque tan solo sea un avance.

El ama de llaves corría, más que caminaba, por las angostas calles de la Corte, esquivando los excrementos de caballo y los contenidos de cubos que se vaciaban desde las ventanas. Pasear por la Villa  y Corte de Madrid era un riesgo aún en pleno día. Pero el ama no paseaba. Cruzó la Plaza Mayor, que en ese momento no protagonizaba ninguna corrida de toros, y anduvo un poco más hasta llegar a casa. La melancolía en que se había sumido doña Luisa le había provocado alta fiebre. Ni siquiera había reunido fuerzas para llevar personalmente la donación que pretendía hacer a las Trinitarias, cuyo convento se encontraba cerca de la que había sido casa de Lope de Vega.
El ama de llaves entró como una exhalación. Los sirvientes iban de un lado a otro. ¿Se moriría la señora y les dejaría a todos con don Marcos?
—No digas sandeces. ¿Cómo va a morirse doña Luisa!—el ama corrió a la cocina a dejar el malvavisco y la leche de almendra—¡Por un poco de fiebre! Bah, son nervios. Ese pánfilo de marido…¡Ay! Si pudiera, le daba yo unos cuantos sopapos.
En ese momento entró la doncella a la cocina con una bandeja en las manos rezongando: No entiendo que se ponga así por un marido insensible. ¿Por qué no busca un sustituto? Ni más ni menos, el otro día, ese que es guardia real. Es un buen mozo. De buen ver. ¡Y cómo mira a la señora! Mira que te digo que la desnuda con los ojos.  Concentrada en su tarea, Francisca le pidió que callara.
—Que sí, que sí, que yo lo he visto—la doncella decía esto dejando la bandeja y comprobando que el agua aún no había hervido—que te digo que con estos ojitos ha visto que se la comería si ella le dejase.
El ama soltó un suspiro al mismo tiempo que molía el malvavisco con un montero. Por un momento dejó su labor, apoyó la mano derecha en la mesa y la otra en su rolliza cadera.
—Sí, si tienes toda la razón. Y no es el único. Pero no me extraña. ¿Tú te has fijado en la carita tan dulce que tiene? ¡Ay! Pero es tan buena… pa mí que no se le ha pasao ni se le pasará por las mientes ser infiel. Don Marcos es otro cantar—aseguró, continuando moliendo—. La verdad es que no entiendo a estos hombres pudientes. ¿Tú no crees que un hombre de verdad, no estos nobles de pacotilla, abrazaría a la niña con tanto amor que le saldría, los ojos de las cuencas?
La doncella rió por  lo bajo antes de añadir: Yo sólo digo que si un hombre no da cariño a su esposa siendo bella como es, la causa está en que ella es cornuda o al marido le interesa otro hombre.
La puerta se abrió de improviso cuando la doncella se disponía a salir con una nueva bandeja, que acabó en el suelo. El  mozo de la cuadra había visto a don Marcos bajar la calle.
El ama soltó el montero y salió por la puerta a la par que ordenaba que recogieran todo. La mujer subió lo más rápido que pudo la escalera y entró, sin llamar, al aposento de su señora. Halló a ésta tumbada sobre la cama cuan larga era y sofocando el llanto con la almohada.
—¿Qué haces? ¿Quieres presentarte ante el marido con los ojos rojos e hinchados? Sí, niña, ya viene por la calle—aseguró al ver la expresión de incredulidad de la joven. Ésta, como si fuera un milagro,  secó las lágrimas y saltó de la cama de un brinco para sentarse ante el tocador,  insistiendo para que Francisca se diera prisa en arreglarla. La impaciencia infantil de su señora sacó una sonrisa al ama de llaves.
—Bien venido, señor—saludó el sirviente al abrir la puerta a don Marcos--. No le esperábamos tan pronto.
El señor entró sin mirar ni decir nada al hombre, quien, procurando contener la sonrisa, pensó: Ya está aquí el ogro. Don Marcos caminó hacia un asiento, pero antes de acomodarse quiso saber si había alguien más en la casa. Sin embargo, el sirviente no contestó. Centrado en observar el rastro de barro que habían dejado las botas del señor, no había oído la pregunta de éste, que, irritado, volvió a hacerla.
La respuesta  afirmativa no procedía del sirviente, sino que se trataba de una voz femenina y juvenil.
Don Marcos giró la cabeza de mala gana. Por las escaleras descendía doña Luisa, que sonreía con alegría sincera a su marido. Éste volvió a girar la cabeza y se sentó, soltando con desgana: Ah, estás aquí.
Doña Luisa sintió una punzada en el corazón. Ni siquiera se había fijado en que se había vestido para él. La dama tomó un poco del  ropaje con la mano izquierda –en la derecha portaba un abanico- para facilitar la bajada de los escalones. Se sentó junto a su esposo, besando y acariciando con cariño la mejilla, mientras le preguntaba cómo le había  ido en Toledo. Lo único que consiguió fue un empellón con intención de apartarla de él. Doña Luisa, a duras penas, contuvo las lágrimas al tiempo que se alejaba de su esposo y se sentaba en el diván. Y así en silencio, ella con la vista fija en sus propios pies y él dando la espalda a su esposa y mirando hacia la puerta, permanecía el matrimonio cuando entró la doncella. De pronto, don Marcos se puso en pie y se marchó, diciendo que necesitaba descansar. Tal vez es eso. El cansancio por el viaje le irrita, pensó la joven mientras subía hacia su cuarto, pues los esposos dormían desde hacía tiempo en habitaciones separadas. Doña Luisa entró a oscuras en su cuarto. La ventana estaba entreabierta. De manera que permitía que unos vergonzosos rayos lunares se introdujeran en la estancia. La joven aprovechó esa luz para desvestirse y caminar de un lado a otro del aposento. Se cubrió con la fina bata y abrió un cajón de su tocador donde ocultaba utensilios para la escritura. Sacó papel, pluma y tinta, colocándolo todo sobre el suelo, cerca de la  ventana por donde se introducían algunos rayos. Y escribió. Escribió toda la noche lo que hallaba en su alma pero no se atrevía a decir  en alta voz.
Cerca del amanecer, el ama de llaves entró en el cuarto de doña Luisa, pero no la vio tumbada en la cama. Se acercó a ésta para comprobar que no estaba deshecha. Entonces, descubrió a la joven acurrucada en el suelo con un montón de papeles en torno a ella. La mujer le hizo meterse en la cama. En tanto su señora volvía a quedarse dormida, ella recogía los papeles a fin de ocultarlos dentro del cajón del tocador. Lo cerró con llave, observó que doña Luisa respiraba suavemente y se marchó hasta que el día hubo amanecido. Cubierta con las sábanas, doña Luisa se desperezó. Había oído entrar a Francisca. La joven se puso en pie medio dormida. El ama de llaves estaba eligiendo el vestido que iba a poner a su señora. Ésta se sentó ante el tocador para que Francisca la peinara. Mientras tanto, abrió uno de los cajoncitos, metió la mano y sacó una cajita. La abrió y contempló con tristeza su contenido. Francisca pudo ver que la joven miraba el collar de perlas con desesperanza.
—¿No lo recuerdas? Don Marcos me las regaló el día de nuestra boda.
El ama de llaves miró con asco las perlas y se santiguó como si estuviera ante el mismo diablo.
—¡Quite eso de mi vista!¿No lo sabe? Que el esposo regale perlas a su mujer el día de la boda trae desgracias en el matrimonio. Debería darlas.
La joven sonrió al contemplar de nuevo las perlas. Las supersticiones de Francisca no le habían asustado. Pensó que sería buena idea donar el collar a los pobres. El ama aplaudió  la idea de su señora. Tan joven, bella y buena… ¡ Y condenada a la infelicidad conyugal! No pudo contener un profundo suspiro.
Doña Luisa bajó a despedir a su esposo. Esta vez, don Marcos viajaba a la antigua Corte, a Valladolid. Su esposo no le había hecho el menor caso en el tiempo que había permanecido en Madrid. Parecía siempre huraño. Siempre, excepto cuando contaba cómo era su labor como aposentador del Rey.
Doña Luisa se puso de puntillas para besar a su marido; sin embargo, éste apartó el rostro y se marchó sin despedirse al oír al mozo que el caballo estaba listo. La joven quedó inmóvil, sin saber qué hacer. La puerta había estaba abierta y ella miraba a través de ella sin ver. Hubiera caído al suelo inconsciente si el ama de llaves no la hubiera sostenido a tiempo. Francisca lanzó una mirada al sirviente, que velozmente, cerró la puerta con intención de evitar las curiosas miradas de los vecinos, y ayudó a subir a su señora.

Sobre almohadones, las damas de la Corte y la Reina se sentaban cuando el Rey no se hallaba allí. Tras los chistes, bromas y volteretas de los enanos, Isabel de Borbón había hecho llamar al Primo. Don Diego siempre se acomodaba tras una gran mesa con largos paños, que ocultaban sus cortas piernas. El auditorio olvidaba que quien hablaba era un enano, y escuchaba sus palabras como hechizo arcano. Las historias, chascarrillos y poemas eran aún mejor acogidos gracias a la  melodiosa voz. Entre el público, acomodada sobre almohadones, se hallaba doña Luisa de Encinillas, esposa del aposentador real, don Marcos Encinillas. A la dama le encantaban los relatos de novelas de caballerías que hacía don Diego. La joven observaba ensimismada los labios de aquel hombre que hacía maravillas con las palabras. En ese momento, el apodado el Primo contaba una escena de Tristán e Isolda. El público femenino escuchaba extasiado el relato. Don Diego hablaba y hablaba sin percatarse de que un par de ojos lo admiraban.

La puerta de la casa se abrió. El sirviente saludó tanto a su señora como al ama. Doña Luisa, tras visitar San Ginés, había decidido obsequiar la fidelidad de su ama llevándola al teatro. Se habían dirigido al Corral del Príncipe, situado en una estrecha callejuela con el mismo nombre y embutido por el convento de las carmelitas descalzas de Santa Ana. La compañía de Luis López Sosalde estrenaba una de las obras que Lope había dejado inéditas a su muerte. Francisca no recordaba que tanta hubiera salido a la calle como en el funeral de ese gran hombre. Y se decía que cuando la cabeza de la comitiva llegaba a la iglesia de San Sebastián aún había gente a las puertas de la que había sido casa del Félix del teatro. Algunos, incluso, creían haber visto, tras las celosías del convento de las Trinitarias, un par de ojos empapados en lágrimas. Sin duda, pertenecientes a la hija de Lope de Vega: sor Marcela.
Doña Luisa, sin dejar de sonreír, subió la escalera como una exhalación a la vez que llamaba a   la doncella. Hoy era el día de su cumpleaños, y doña Luisa se encontraba impaciente por dar su regalo a la muchacha. Ésta entró en el aposento de su señora, temiendo que se hubiera vuelto loca.
Cuando doña Luisa vio entrar a la doncella, alargó el brazo a fin de abrir uno de los cajones del tocador. Sacó un pequeño paquetito envuelto en satén, y se lo entregó a la muchacha. Ésta, temblando de emoción, apenas acertaba a abrir el paquetito. Sin embargo, al fin, lo consiguió. Al ver el contenido, la doncella llorar de alegría y abrazar a la señora fue todo uno. La muchacha se giró a fin de que doña Luisa le colocara la cadena de plata con la Cruz de Cristo alrededor del cuello. Nada más la señora emitió un Ya está, la doncella salió corriendo, como alma que lleva el diablo, llamando al ama de llaves.
—¿No ves nada nuevo?—inquirió la doncella mientras alargaba todo lo que podía el cuello. Francisca, que ya sabía lo que doña Luisa iba a regalar a la doncella, simuló no percatarse de la joya.
—¡Mira, es un collar de plata!

La habitación se encontraba en tinieblas. Se adivinaban dos bultos en la cama. Los jadeos ya habían concluido, pero no había hecho acto de presencia el amor. Una figura femenina se puso en pie, apartándose de las caricias poco sentidas del hombre, y se vistió con parsimonia. El hombre se colocó de costado, con la cabeza apoyada en la mano izquierda al tiempo que observaba la silueta de la muchacha.
—Que descanse, señor—dijo la sirvienta mientras hacía una reverencia.
El hombre apartó las sábanas y se puso  de forma agresiva. Tomó a la muchacha por las muñecas y la llevó de nuevo a la cama con dosel.
Los primeros rayos solares invadieron el cielo vallisoletano. La pareja no pareció percatarse. De pronto, un despistado rayo se topó con el rostro del hombre. Éste alzó la cabeza para mirar hacia la ventana. ¡Ya era hora de trabajar!

El matrimonio comía en silencio. Sólo se podía escuchar el ruido que hacían los cubiertos de don Marcos. Los de doña Luisa aún se mantenían en la mesa. La dama no había probado bocado. Se encontraba cabizbaja, con las manos apoyadas sobre los muslos. Don Marcos seguía comiendo. De improvisto, los cubiertos de éste cayeron sobre el plato. Sobresaltada, doña Luisa alzó la cabeza, topándose con la severa mirada de su esposo que le preguntó iracundo: ¿Qué ocurre ahora, mujer?. A la dama se le encogió el estómago. Sintió que se le hacía una bola. Las manos, aún apoyadas sobre sus muslos, temblaban nerviosas. Su esposo volvió a hacerle la pregunta. Doña Luisa tartamudeó antes de poder contesta. Las palabras parecían temer salir de sus labios.
En la cocina, la doncella y el ama cuchicheaban mientras esperaban las nuevas del sirviente, que curioseaba la escena de los esposos. De pronto, el ama de llaves quedó callada. Inquirió la doncella con la mirada y, luego, se interesó por su familia.
Extrañada por el cambio tan brusco de conversación, la doncella encogió los hombros y emitió un leve por qué.
—Te has dao cuenta de que la plata del collar se ha oscurecido? Mal agüero. Señal que alguien  cercano a ti va a viajar con el Señor.
—No me metas el miedo en el cuerpo—pidió la muchacha más asustada por la seriedad del ama que por las mismas palabras. La doncella se sobresaltó al oír la puerta abrirse. El sirviente entró. Le interrogaron las mujeres. Con parsimonia, el hombre vertió un poco de agua en un vaso y, lentamente, bebió. Las mujeres comenzaban a impacientarse. La respuesta era afirmativa. Las dos mujeres, sorprendidas, intercambiaron una mirada para terminar preguntando que qué  había contestado él.
—Pues na. Que si sólo era eso que le dejara cenar tranquilo.
—¡Mequetrefe mal criado!—gritó el ama refiriéndose a don Marcos. Y hubiera ido a propinarle una paliza si la doncella y el sirviente no le hubieran agarrado a tiempo—No, no. Soltarme. Sólo al diablo no se le rompería el corazón al oír a su mujer confesar su infelicidad! ¡Esa infelicidad le ha hecho abortar!
—Ssss. ¿Quieres que el señor te eche?—intentó tranquilizarle el hombre, logrando que Francisca se sentara— ¿Qué sería de la señora sin ti?
El ama de llaves rompió a llorar. En ese momento se abrió la puerta de la cocina y se asomó don Marcos interrogando a los sirvientes al ver a la gruesa ama sonarse con el delantal. Ella, a quien le había entrado el hipo por el disgusto, respondió que se había roto una de las tazas preferidas de la señora.
Una vez doña Luisa se había visto sola, no pudo contener  más las lágrimas. Se puso en pie con la intención de marchar a su aposento y encerrarse en él.
—Tú, ve a recoger el comedor—ordenó don Marcos a la doncella, que salió de la cocina lo más aprisa que pudo—. A ver, Francisca…
Un grito interrumpió a don Marcos. Francisca miró asustada a su señor. Éste salió de la cocina, y el ama de llaves tras él. Tendida en el suelo se hallaba doña Luisa. Su esposo se acuclilló para comprobar si respiraba. Aseguró que sólo estaba inconsciente. Francisca encajó las cejas, intentando castigar con la mirada a su señor. Luego se arrodilló junto a su señora y tocó la frente de ésta, observando que ardía por la fiebre. Después ordenó que la subieran a sus aposentos. Había perdido bastante sangre en el aborto, y aún no se había recuperado del todo. Tras colocar en la frente de su señora paños empapados en ungüento de mandrágora, el ama salió de la habitación. Se topó con don Marcos, que había ordenado que dejaran listo su equipaje, pues, al amanecer, debía salir a preparar otros aposentos al Rey. Felipe IV había decidido organizar una cacería acompañado de ciertos aristócratas. Y don Marcos se veía obligado a llevar a cabo todos los preparativos para acoger tanto al Rey como a los nobles. El grueso y pequeño cuerpo de Francisca cortó el camino de don Marcos. Éste ni siquiera pareció tener valor de moverse al percibir la mirada de asesina del ama. Con ira, la mujer asió de la camisa al señor.
—Recuerde, vuesa mercé, lo que le voy a decir—le aconsejó el ama—: Como a la  niña, como a doña Luisa le ocurriera algo, yo misma me encargaré de hacerle sufrir.
El ama de llaves soltó al señor, hizo una reverencia y se marchó como si allí no hubiera pasado nada.

Habían pasado unos días. La alegría parecía haber vuelto a la casa. Don Marcos se había marchado ya, y su esposa se encontraba mucho mejor y ahora se introducía en el Palacio. Se percató de que,  al verla, la Reina le había sonreído. Le alegraba ver a esa joven. Tal vez le recordaba a sí misma. Doña Luisa le respondió con otra sonrisa, pero Isabel de Borbón se dio cuenta de que los ojos de la joven estaban tristes. Definitivamente, le recordaba a sí misma.
El embrujo ya había comenzado. Don Diego narraba un romance. Doña Luisa se acomodó en los almohadones y le pareció oír un bienvenida. La joven se giró, topándose con la sonrisa de la Reina. Ésta cesó de prestarle atención para observar a don Diego. Pronto, ella también dejó encandilarse por  la melodiosa voz del narrador. Incluso, en su mente se dibujaban vivamente las escenas que oía. Isabel de Borbón se giró de nuevo. Esta vez no fue correspondida por doña Luisa, que prestaba atención al relato. La Reina creyó adivinar un brillo en los mismos ojos que antes habían estado apagados por la tristeza. Pobre niña, pensó.

La doncella peinaba a doña Luisa. Esta vez se había entretenido un poco y se les había hecho tarde. La señora se impacientaba. Todas las tardes marchaba al Palacio con la excusa de acompañar a la Reina mientras el Rey se ausentaba. Sin embargo, los sirvientes sabían que más bien era que ella buscaba sentirse acompañada. El ama de llaves había percibido, incluso, que la sonrisa había vuelto a los expresivos ojos de su señora; pero su marido aún no había vuelto. Lo haría al día siguiente.
Cuando doña Luisa llegó al Palacio, las damas dialogaban, divertidas, con don Diego. Por lo visto había un nuevo chascarrillo.  El intelectual observaba a la bella joven que había vuelto a llegar con retraso. La siguió con la mirada hasta que doña Luisa se hubo acomodado. Apartó la vista cundo sintió que los hermosos ojos de la joven se fijaban en él.  Parecía que ningún presente se había percatado. Pero… uno de los enanos dio un codazo a otro.
Al terminar la velada, con caminar pausado, doña Luisa se acercó a la mesa donde se encontraba don Diego. Sacó unos papeles doblados y, ofreciéndoselos, le pidió que los leyera para que le diera su sincera opinión. Sabía que siendo mujer no podía hacer nada con ellos, más quemarlos, pero tenía curiosidad por saber qué pensaba de ellos un intelectual. La joven se despidió con una sonrisa y una reverencia.

El sirviente dejó pasar a la modista. Doña Luisa, al saber que ya estaba allí, bajo la escalera. Ya había elegido la tela de  estampado azul claro. Saludó alegremente a la modista, que hizo que la dama se mantuviera quieta mientras le tomaba las medidas. Entre tanto, para entretenerse, doña Luisa le contaba las nuevas que había oído en la Corte la tarde anterior. El sirviente mantenía la oreja puesta en estos chascarrillos. En esta guisa estaban cuando entró don Marcos. El caballero fijó la vista en su mujer, que, contando, como estaba, no se percató de la llegada de su marido, que, perplejo, se fijaba en que su esposa reía alegremente. No aguantando más sentirse ignorado, preguntó bien alto que qué pasaba allí. Doña Luisa giró la cabeza, sonrió a su esposo y respondió que deseaba un nuevo vestido para ir a Palacio. Comprobando que era ya tarde, la modista tomó todos sus bártulos y se marchó. Tras ella iba la dama, pero paró un momento para responder a la pregunta de su marido: Tengo que hacer. Y doña Luisa se marchó, dejando perplejo y solo a su esposo. Don Marcos, aturdido ante lo ocurrido, se sentó en el diván donde solía encontrar a su esposa. ¿Qué sería aquello tan importante que tenía que hacer? ¡Ni siquiera se había acercado a él! La doncella volvió a entrar al salón. ¿Y si la interrogara? ¡Olvídalo!, se  desengañó don Marcos. Sabía que no lograría sonsacarle nada, suponiendo que ella estuviera al tanto de lo que pasaba allí. Francisca sí que conocía todas las idas y venidas, incluso los pensamientos de su señora. Por supuesto, ella no iba a soltar prenda. Don Marcos se puso en pie y anduvo de un lado a otro. Estaba inquieto. Y esperó. Pero hasta algo antes del anochecer, entró doña Luisa. Don Marcos se percató de que una alegre sonrisa se dibujaba en los labios de su esposa, que parecía encontrarse en otro lugar. La mirada de la dama se topó con la de su esposo. La sonrisa  se desdibujó. El hombre se sorprendió de que su esposa pidiera que le subieran la cena a sus aposentos. Don Marcos, solo, sentado a la mesa del comedor, esperaba que su mujer bajara. Sin embargo, ni siquiera se había puesto cubertería en el lugar que solía o tomar la señora. El hombre adivinó que ciertamente había hecho que le subieran la cena.
Sentada sobre el suelo, cerca de la ventana, leía las notas que otra pluma había escrito junto a sus poemas. La luna menguante provocaba que la luz del cuarto fuera escasa. Doña Luisa se veía obligada a inclinarse un tanto hacia la ventana a fin de poder vislumbrar lo que don Diego había anotado. De pronto, oyó unos pasos al otro lado de la puerta. La joven ocultó los papeles bajo el colchón y se metió en la cama para fingirse dormida. La puerta se abrió y volvió a cerrarse –esta vez con llave- cuando alguien hubo entrado en la habitación. Doña Luisa mantenía el oído atento a los pasos que se acercaban. Éstos  llegaron junto a la cama, donde alguien se introdujo. La joven se encontraba de espaldas, apoyada en el costado izquierdo intentaba mantener los ojos cerrados, aunque la luz de la luna le daba de lleno en la cara.
El intruso se acercó más a ella, le acarició los senos –cubiertos con el fino camisón -, le besó el cuello y le susurró al oído: ¿Estás despierta? Doña Luisa se sobresaltó al reconocer la voz de su marido, a quien apartó de sí. Si hubiera habido luz, la joven habría visto cómo don Marcos había fruncido el ceño al verse rechazado. El hombre obligó a su esposa a tumbarse boca arriba. Le rasgó el camisón y le lamió los pezones. Tenía doña Luisa los brazos inmovilizados por la fuerza con que su esposo le agarraba las muñecas, pero mantenía las piernas cerradas mientras intentaba forcejear. Al fin, don Marcos, que besaba a su esposa para  ahogar sus gritos de socorro, consiguió separar las piernas de su mujer introdujo varias veces dos dedos en la vagina de su esposa y luego su miembro erecto, mientras unas lágrimas de impotencia se escapaban de los ojos de doña Luisa.
Don Marcos se encontraba ya en sus aposentos. Paseaba de un lado a otro. Los celos le comían las entrañas. La actitud de su mujer durante ese tiempo le había hecho sospechar, pero su rechazo a compartir el lecho creía que le podía hacer asegurar que había otro hombre. Golpeó una  jarra, que, con estruendo, cayó al suelo, vertiendo el agua. Pero, ¿quién? Podría ser cualquier joven: un capitán, un hombre de la guardia real, incluso un clérigo. Se embozó en la capa y salió de la casa en la oscuridad de la noche.
Una figura, embozada en la capa y medio oculta por las amplias alas de un sombrero, bajaba una angosta y laberíntica bocacalle de la Mayor. Unos pasos más allá, otra figura esperaba en pie, apoyando el hombro en la pared y con una mano oculta bajo la capa, acariciando el mango de la espada, por si acaso.
La primera figura estaba ya a la altura de la segunda. Introdujo aquella una mano bajo la azabache capa. El que acariciaba el mango de la espada, al ver esto, la asió fuertemente, temiéndose cualquier cosa. No obstante, la primera figura hizo tintinear una bolsita de monedas. Se trataba de un adelanto. Pagaría el resto cuando descubriera quién era el hombre que entretenía a su mujer.
Unos golpes en la puerta hicieron que doña Luisa abriera los ojos. El llanto le había dejado extenuada y se había quedado dormida. La puerta se abrió. La dama vio cómo su marido se acercaba a la cama, y se acurrucó en un rincón, extendiendo las sábanas para ocultarse bajo ellas. Don Marcos se sentó a los pies del lecho. Venía en son de paz. Debía marchar de nuevo de Madrid. El caballero se acercó a su esposa para sellar las paces con un beso; sin embargo, ella retiró la cara.

Don Diego hablaba y hablaba a la vez que llevaba su mirada por todos los presentes. No, ella no estaba. Sin embargo, sabía que el acomodador del Rey debía haber marchado ya de Madrid. Pero, aprisa, doña Luisa entraba en el Palacio sin percatarse de que, unos minutos después, lo hacía uno de los guardias reales. La dama se introdujo en el salón de la Corte donde relataba sus historias el Primo. Éste observó que la bella joven estrenaba vestido. Sin embargo, también se percató de que sus ojos aún se encontraban rojos por el llanto. ¿Qué podría provocar  verter lágrimas a una dama de la Corte? Doña Luisa esta vez se ocultó un tanto tras las demás damas y, a pesar de sus penas, pronto fue arrastrada por la dulce voz de don Diego, por la historia que la transportaba a otros lugares. No era consciente de que la observaban. No sólo lo hacia el espía que había contratado su esposo, sino también los enanos, don Diego, las damas y la misma Reina. A Isabel le comenzaba a inquietar esa joven. Hoy, sin duda, había entrado allí con los ojos más tristes que había visto en toda su vida. Se había fijado también en que la dama hacía buenas migas con don Diego y que era éste quien conseguía que los ojos de doña Luisa volvieran a la vida. La Reina ideó un plan. Los enanos, en cambio, cuchicheaban entre ellos.
Ya  habían abandonado las damas el salón, pero la Reina no lo hacía, y  paseaba  de un lado a otro. Las suelas de los chapines, al golpear contra el suelo, hacían un ligero sonidito. Al fin, Isabel se decidió a romper el silencio: He comprobado que vuestra merced ha recibido, otra vez, papel de mano de una de mis damas. La esposa del aposentador real, para ser más concreta.
Por un momento, sorprendido, don Diego abrió desmesuradamente los ojos. No se esperaba eso.
—Sí, la Reina tiene un alma de literato entre sus damas—repuso el intelectual y a Isabel de Borbón pareció satisfacerle la respuesta, pues sonrió.

Era noche cerrada. Ni siquiera había luna en el cielo. Una figura embozada- a pesar de que no era una noche fría- callejeaba. Frenó el paso al llegar a una taberna. Abrió la puerta para entrar. Se acomodó en una mesa en la penumbra de un rincón. El tabernero se acercó, pero el embozado le indicó con la mano que se marchara. El dueño se alejó rezongando. El embozado no tuvo que esperar mucho tiempo. Vio cómo se acercaba  un joven, que se sentó al otro lado de la mesa. Acercó la cabeza al embozado, afirmando que sabía quién era el hombre que buscaba, el que entretenía a su mujer. El embozado observó una mueca irónica en el rostro del joven mientras le decía esas palabras.
—¿Y bien?—interrogó con impaciencia.
—¿Ha traído lo acordado?—quiso asegurarse el joven. El embozado abrió la larga capa lo justo para que su interlocutor viera una bolsa junto al talle. Tras haber comprobado que todo estaba en orden, el joven volvió a acercar la cabeza al le iba a pagar.
—Don Diego de Arcedo – y al ver que el otro parecía no entender, añadió—Sí, hombre, el Primo.
Por lo inmóvil que quedó, el receptor parecía asombrado. Sólo tras unos momentos pudo emitir un imposible y levantarse.
—No se habla de otra cosa en el Palacio Real. ¡Una dama y un enano! No me negareis que es gracioso—y soltó una carcajada—. Bah. No se preocupe, vuestra merced, su esposa no le ha hecho cornudo. Tan sólo se trata de una gran admiración hacia un pequeño intelectual.

La casa estaba a oscuras. Todos dormían. Sólo bajo la puerta de don Marcos se asomaban algunos brillos de vela. El hombre daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. No conseguía quitarse de la mente una imagen de su esposa con…con el Primo. Como si esto no fuera suficiente, en su cabeza resonaban como un eco las palabras del joven. Y había percibido cierto retintín a la  hora de pronunciar pequeño. De pronto, tomó una resolución: debía terminar con el enano. Se imaginó pisándolo, aplastándolo con el pie. Sin embargo, no iba a ser tan fácil. El sobrenombre de Primo no le venía a don Diego de la nada. Se lo había puesto el propio Rey, Felipe IV, mostrando el favoritismo que sentía hacia ese enano, que le distraía en la Corte. Y es que pocos eran los nobles que podían ostentar orgullosos el privilegio de ser llamados por la realeza Primos. No, no iba a ser fácil. Debía prepararlo todo a fin de que pareciera un accidente. Pero el Primo siempre se encontraba a salvo tras los muros del Palacio, y lograr que saliera parecía un imposible.

Aquella tarde, don Marcos llegó alegre. La sublevación de los catalanes se había complicado y el propio Rey había decidido marchar allí para dirigir la campaña. Un numeroso grupo de caballeros partiría con él; pero eso no era lo interesante. En Madrid quedarían unas tropas entrenando antes de ir hacia la guerra de Cataluña. Don Marcos había sabido que una de esas compañías debería rendir honores al conde- duque de Olivares, que iría a  visitar la iglesia del Humilladero. El aposentador del Rey había descubierto que la compañía resultaba ser la del marqués de Salinas. Ni corto ni perezoso, don Marcos había reunido unas cuantas monedas, se había atado la bolsa al talle y había marchado a la taberna donde sabía que se emborrachaban algunos soldados. Sentado en un rincón, observaba, estudiándolo, a un grupo de soldados que engullían vino unas mesas más allá. El acomodador del Rey decidió su blanco: un joven arcabucero, a quien no le fue muy difícil sobornar para terminar con su pequeño problema. Y tampoco sería difícil llevarlo a cabo. Nada más fácil. La compañía del Marqués de Salinas debía rendir honores al conde- duque. Los soldados harían el salva para honrar al valido del Rey; pero en vez de utilizar pólvora, el soldado sobornado dispararía una bala al enano, que iría sentado junto al cochero.

Doña Luisa, en pie y rígida, esperaba que la modista tuviera cuidado con los alfileres. La doncella entró con brusquedad y  hablaba a tal velocidad que la dama no sacó nada en claro. Sólo entendió “conde- duque”, “atentado” y “el Primo”. La joven quedó intranquila al oír el nombre del intelectual. Así que pidió más información.
—Ay, mi señora, podría haber sido una gran catástrofe. El conde-duque iba a la iglesia y cuando los soldados iban a dar el salva alguien aprovechó  y disparó al carruaje del valido; pero no le dieron a él, sino al Primo.
—¿Han herido a don Diego?—interrogó doña Luisa, dejando de preocuparle los alfileres.
—Sí, sí. Pero parece que sólo es un rasguño en el brazo—tranquilizó la doncella a su señora, haciendo un gesto con la mano al fin de indicar que no era para tanto--. Na que no se cure.
En ese momento entró don Marcos. Llevaba la mirada clavada al suelo, presentaba el entrecejo fruncido y parecía irritado por algo que le rondaba en la  cabeza. Su esposa se apresuró a contarle la mala nueva. Sí, sí, lo sabía. Había perdido dinero y el enano se paseaba por ahí sin saber que la vida con la que se pretendía  acabar era la suya. Además, también debía marchar a Cataluña. Estaba encargado del alojamiento del Rey durante el resto de la guerra. Así que iba pasar un tiempo ajetreado.

Don Diego se había repuesto ya totalmente, ocupando, por fin, su usual sillón tras una mesa con paños, que ocultaban sus piernas de niño.  Una tarde sí y otra también, doña Luisa había asistido a las narraciones del Primo.  Los calurosos meses de verano fueron sustituidos por el aire gélido del mes de noviembre. Como siempre, las damas se reunían, acomodándose en grandes almohadones. Esta vez, don Diego relataba las hazañas de Amadís de Gaula, “el mayor caballero y amador”, había dicho el narrador.
Al concluir la velada, doña Luisa procuró reunir valor para, de nuevo, acercarse a la mesa del poeta. Éste observó cómo la dama se dirigía hacia allí con suave paso. La joven, tras mirar brevemente los ojos de don Diego, dio con unos libros que había sobre la mesa, a la derecha del Primo. Doña Luisa se empinó un poco para poder leer el título. Una vez conseguido su propósito, la dama sonrió a don Diego.
—¿Don Quijote?
el Primo asintió con la cabeza y acabó por preguntar a la curiosa dama si lo había tenido el placer de leerlo. Al observar que la joven humillaba la mirada, comprendió que la respuesta era negativa.
—Había pensado utilizar, mañana, uno de los relatos intercalados: El curioso impertinente para sorprender a vuestras mercedes—el Primo quedó en silencio unos instantes en tanto que meditaba para, después, acabar alargando el brazo y ofreciendo la obra a la dama—. Puede llevárselo, vuestra merced, si lo desea. El autor dijo muchas verdades tras una triste sonrisa. Cuídelo, es mi preferido.
Agradecida, doña Luisa, de forma impulsiva, besó la mejilla de don Diego para, luego, con los libros entre los brazos, hacer una encantadora reverencia y marcharse a paso ligero, como si deseara llegar cuanto antes a un lugar solitario a fin de zambullirse en el maravilloso mundo de la lectura, lo único que parecía aportarle algo de felicidad. Aun así, esa tarde tenía prisa, pues su marido llegaría en breve. La dama cruzó el umbral sin percatarse de que la quisquillosa enana le lanzaba una mirada de inquina y aversión. Una vez la dama hubo abandonado la estancia, los enanos formaron un corro, y cantaron entre maliciosas risas: <<El primo del Rey a doña Luisa / encandilado ha con palabra / arcana y provocando risa. /¿esposo, crecen cuernos de cabra?…>>
Envuelta en una aureola de felicidad, la dama llegó a su casa, con los libros abrazados contra su pecho. El ama de llaves le susurró que su marido ya estaba allí. Al parecer, se encontraba descansando tras el largo viaje. Francisca tomando los libros de su señora, los ocultó para evitar que el amo se topara con ellos, que descubriera a su esposa leer. Con cierto pesar, la dama se enteró de que la caída en desgracia del conde-duque daría como resultado que numerosos personajes deambularan por la Corte, buscando acercarse al Rey. Eso significaba – y la sonrisa se borró de sus labios al comprenderlo- que su marido permanecería largo tiempo en casa, llevando a cabo su labor de aposentador en la misma Corte. Así fue. Don Marcos hubo de visitar repetidamente el Palacio. Y uno de aquellos días la enana lo vislumbró. Tomó a sus compañeros  de perrerías a fin de formar un corro y cantó a voz en grito: <<el primo del Rey…>>. Como si nada hubiera oído, aquél  siguió caminando. Pero las palabras de hirientes intenciones sí que habían sido percibidas, quebrando el amor propio de hombre. Y hubiera deseado torcer el cuello a la enana como a un ganso. Pero, eso no era lo peor. En Palacio, el chascarrillo preferido era precisamente que el enano el Primo había enamorado a una dama. Incluso, había corrido la voz de que ahí no quedaba la cosa.
—¡Como os lo digo! Con estos ojitos he visto yacer juntos al Primo y la aposentadora—afirmó la enana a sus compañeros con la voz lo suficientemente alta para que lo oyeran los sirvientes y los guardias. De ahí, poco había tardado correr de boca en boca hasta el rincón más inhóspito de la Corte. Y hasta oídos del mismo aposentador real. Loco de celos,  entró, sin dificultad, en Palacio gracias a su condición.  Él mismo acabaría con aquella sabandija enana, aunque fuera en Palacio. Oculto, esperó largo tiempo sin embargo, el Primo no aparecía. El enrabietado aposentador real  se impacientaba. Estrangularía al enano, lo acuchillaría… le daba igual. Pero seguía sin hacer acto de presencia, ¡y el día iba pasando! Al fin, impaciente y algo hambriento, don Marcos terminó saliendo de su escondite, cruzándose con la Reina. Por la gran dama supo que el Rey había marchado muy pronto de cacería, llevándose con él a don Diego. Angustiado por ser la segunda vez que el Primo había engañado a la muerte, se dedicó a sus labores como aposentador  el resto del día.
Al anochecer, con gracia, doña Luisa había relatado El celoso impertinente, consiguiendo que los sirvientes escucharan con atención y se entretuvieran con la narración.
El esposo no había llegado aún cuando toda la casa ya estaba protegida por el calor de sus sábanas. Don Marcos, a trompicones, subió la escalera que conducía a su aposento. Una vez allí, anduvo de un lado a otro, como un tigre enjaulado, sumido en cavilaciones desesperadas e iracundas. El Primo se había librado, de nuevo, y él no había sido capaz de restaurar su honor. Imaginó al Primo, riendo de su victoria junto a su traidora esposa. No, su honor no podía quedar roto. El vino de más no le dejaba pensar con fluidez. Una nube borrosa ante sus ojos le mostraba los objetos desdibujados. Sin embargo, de forma nítida, volvió a aparecer ante él la imagen del enano y su esposa jactándose de haber engañado al marido. Con ojos desorbitados, salió de su cuarto y entró en el de su mujer. Ésta dejó caer el libro de Don Quijote al ver el rostro descompuesto. Como un poseso, y soltando a borbotones una sarta de maldiciones, don Marcos se acercó a su joven esposa sin poder borrar de su mente la imagen que lo perseguía. Apenas parecía ser consciente de la realidad que lo rodeaba. El hombre, sobre doña Luisa, rasgó, de nuevo y con brusquedad, el camisón. Acarició la blanca piel;  pero  diciéndose a sí mismo que ese cuerpo no lo había tocado sólo él, tomó  el almohadón de plumas de oca y ocultó el rostro de su esposa bajo él, apretando con ambas manos para que ella no respirara. Doña Luisa, golpeaba a su trastornado marido. Forcejeando, se hizo con la daga de éste, pero las pocas fuerzas que pudo reunir ya no fueron lo bastante suficientes. Tan sólo había herido levemente a don Marcos, que desprendió la daga de la mano de su esposa y la clavó en su blanco cuerpo. Los brazos, que hasta entonces habían pretendido liberarse, cayeron inertes. El hombre continuó oprimiendo la almohada contra la cara yerta de su víctima algún tiempo más. De pronto, en momento de lucidez, pareció comprender lo que había hecho. Vio el cuerpo inerte y blanco bañado en sangre, que había teñido de escarlata el libro. Apartó la almohada, y dio un brinco hacia atrás. Las yertas pupilas parecían observarlo  desde el Más Allá. Soltó un angustiado no.
Se encontraba mareado y sentía nauseas. La habitación comenzaba a dar vueltas. Anduvo apoyando el costado a la pared para evitar caer. A duras penas, logró salir de la habitación. Chocó con el ama de llaves, que, oyendo ruido, había despertado. Al toparse con el pálido rostro de su señor y la ropa teñida de carmesí, Francisca entró a ver a doña Luisa. Cuando el ama de llaves soltó un grito, don Marcos ya había salido y se dirigía a Sagrado.

Ese había sido el fin de doña Luisa de Encinillas, sólo culpable de haber amado platónicamente el intelecto de don Diego, quien no se percató de ello hasta que supo de la muerte de la joven. Ignorándolo, él, un fracaso biológico, había sido amado por tal hermosa dama, cuyo fin nada tenía que envidiar a una tragedia griega. Era consciente de que nadie más lo amaría. Y, ahora, posaba para aquel gran artista, el pintor real, Velázquez. ¿Sería él capaz de ver esa desesperanza? ¿Podría plasmar su inmensa melancolía?  ¿Conseguiría crear una mirada de óleo en la que se reflejara el remordimiento por haber causado la muerte de una inocente joven, cuyo único crimen había sido soñar con recibir comprensión?
El artista, alejándose un tanto del retrato, observó éste de forma intensa y con cierta tristeza, como contagiado por la melancólica figura.


Creado y registrado por Patricia Pérez.

8 comentarios:

  1. Creo que ya te lo comenté pero fue un relato que me gustó muchísimo. Tengo pendiente hablar contigo de él. Son de esas cosas que hace la confianza que luego siempre se terminan dejando. No pasa de esta semana. Lo prometo.

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    1. Gracias. Viniendo de un poeta es doblemente halagador. Estaba preparando una antología de relatos, pero desde que me destrocé el dedo a principios de verano no he podido volver a escribir (lo he intentado, que soy muy burra, pero no consigo sostener el lápiz). Mi gozo en un pozo. Por eso escribo poquito aquí también. Se me pone el dedo como una morcilla.

      Gracias por haber puesto tu comentario aquí en vez de en Facebook.
      Espero esa conversación.
      Un beso enorme.

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    2. ¡Bravo, Patry! Un generoso relato -de corto, nada-, estructurado en escenas tan enjundiosas como evocadoras de toda una época; una narración la tuya justamente premiada, y de la que me permito destacar el valiente y muy acertado uso que haces de la tercera persona.

      ¡Enhorabuena! ¡Nos vemos, besos!

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    3. Ja, ja, ja. Veinte páginas ocupa el texto, el límite que permitía el certamen (yo apurando, como siempre).

      Me siento muy honrada de que dos poetas de vuestra calidad me dediquen estas hermosas palabras. Por esos derroteros ha ido también el comentario, en Facebook, de un experto narrador como es José Guadalajara. A ver si se me va a subir a la cabeza ;)

      Besos.

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  2. Me alegro mucho! Me pareció estupendo cuando me permitiste leerlo. Enhorabuena!! Y ahora a escribir una novela....

    Besos

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    1. La verdad es que sólo había dejado leerlo a los más allegados (a los que sé que me van a decir la verdad) y, claro, a los que tienen la antología de premiados. De hecho fue tu comentario el que me animó a sacarlo al público, a pesar de toda la vergüenza que me da.

      ¿Novela? Por ahí está cogiendo forma.

      Un besazo enorme.

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  3. ¡Enhorabuena!primero por el relato y segundo por el premio. Bien merecido. Por alusiones he decidido contestar... espero que aunque caro y a deshoras el viaje en taxi y la conversación te hicieran dar otro empujoncito a esa novela, que espero poder leer dedicada. Un besazo y animo 1/3...

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    1. Je, je, je. Gracias, Carlos. Muy útil y entretenida la conversación. Me dio pena el fin del viaje. Dedicadísima la novela, por supuesto, tanto a ti como a Jero. Y a Cipri, que también me ayudó un montón para otro relato y ya lo cogeré para la novela. BUAHAHAHA. Ya os contaré. ¡Cuánto sabio junto en el centro!

      Ah, espero que me dé tiempo a preparar un bizcochito, como celebración de los resultados de Lengua en CDI y como despedida de ese 1/3. Ay, os voy a echar de menos. Cita mañana en el recreo.

      Besos.

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Se agradecen los comentarios, especialmente para no sentirme como una loca que habla sola. Saludos.