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domingo, 18 de diciembre de 2011

SESENTA AÑOS DE LA MUERTE DEL POETA DEL AMOR. PEDRO SALINAS.


Hace sesenta años, en 1951, Pedro Salinas moría en el exilio en Boston, aunque fue enterrado en Puerto Rico. Es el poeta más mayor del Grupo del 27 (1892) y de los poco no andaluces (Madrid). Su vida gira en torno a la docencia de la Literatura: en la Sorbona de París (1914 – 1917); en la universidad de Sevilla ( donde tuvo a Luis Cernuda como alumno); en la universidad de Cambridge (1922-23); en Murcia; en Madrid; en Santander y en diferentes universidades norteamericanas e hispanoamericanas.


Aunque escribe teatro (Judith y el tirano), novela (La bomba increíble) y estudios de crítica literaria (Jorge Manrique o tradición y originalidad), es más conocido por su poesía, especialmente la de su segunda época (entre 1932 – 1936). Es el momento de su lírica amorosa con composiciones que ahondan de manera sutil la experiencia del amor yendo de la mera anécdota a lo universal, a la esencia de la realidad amorosa. De ahí que el poeta advirtiera que <<la poesía es una aventura hacia lo absoluto>>.

Presenta un concepto positivo del amor, pues es fuente de gozo, completa al hombre y vence a la muerte.

Es lírica del vocativo, ya que el poema resulta un constante diálogo con la amada, que salva del caos del mundo mediante varios pasos. Destaca el primero, en el que se describe el proceso de purificación de lo material y social que pueda impedir la unión entre sus almas; es decir, pretende desnudarse de todo lo que no sea esencialmente él (la clase social, el nombre), apareciendo puro para la amada. Más claro se ve en el siguiente poema:

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».






Como puede verse, describe la experiencia amorosa lejos de la pasión romántica. Es una fusión de lo sentimental y lo intelectual, pues, como afirma el poeta, <<estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad; luego, la belleza; después, el ingenio>>. Esto le permite acercarse a <<lo absoluto>>.

Ya se ha mencionado que su poesía suele ser dividida en tres etapas: la poesía pura (1923-1931) con Presagios, Seguro azar y Fábula y signo, con temas futuristas: la máquina de escribir, la bombilla; la lírica amorosa (Voz a ti debida y Razón de amor); tras la guerra su poesía presenta la lucha entre su fe en la vida contra los angustiosos signos del momento, como puede verse en el poema Cero sobre la bomba atómica.




Pero siempre lo recordaremos por su poesía amorosa y por su fe en que el amor es una experiencia enriquecedora que nos hace mejores si partimos de la eliminación de lo falso, lo accesorio de nuestra vida para quedar en nuestro auténtico yo.

Como muestra de esta ternura y bondad del poeta, y para terminar, añado una sublime y lírica descripción que su compañero del Grupo del 27 Vicente Aleixandre hace de él:


EN CASA DE PEDRO SALINAS
Había ido yo a su casa. Entré en una habitación y me de­tuve en la puerta. Pedro Salinas estaba escribiendo. Pero no era esa la realidad: Pedro Salinas tenía un niño sobre una rodilla y otro, una niña, sobre la otra rodilla. Esta había apo­yado su cabecita sobre el pecho del padre, mientras un bra­zo pequeño y riguroso rodeaba estrechamente su cuello. «Pa­pá, papá...» Con la mano libre la niña tiraba obsequiosamente de aquella oreja grande que ella veía arriba, y que cedía, graciosísimamente cedía. Una risita sacudía de vez en cuando a la niña, que se estrechaba contra el pecho grandote y que divisaba, roja, la faz absorta, casi contraída, que no la mira­ba. En la otra rodilla, un niño muy chico cabalgaba. Cabal­gaba quizá por un bosque, y, oh prodigio, aquella rodilla, de aquella masa, se movía a compás, mientras el niño, aga­rrado briosamente al brazo robusto, galopaba sin freno, rum­bo al fondo que sus ojillos abiertos divisaban felices. De aquel montón de niños y hombre surgía un brazo, un brazo exten­so, y del brazo surgía una mano, y en la mano, allí en el ex­tremo último, todavía algo: una pluma. Lejana, lejanísima, alcanzaba a una mesa, y allí, casi quimérico, a un papel... Aquel abigarrado montón de niños y hombre estaba escri­biendo.

«¡Arre, arre!» «Oreja, orejita, cuéntame el cuento de la abuelita.» El niño, furioso, botaba en la silla de montar, en la dócil rodilla galopadora. La niña tiraba del lóbulo, de la pulpa y decía palabritas melosas, mientras su bracito estran­gulaba cariñosamente la entregada garganta. El poeta, aquella trinidad de poeta, montón con una sola cabeza que surgie­se, roja y contraída y visitada, escribía inspiradamente, di-bujadamente unos versos que yo no sé quién veía. Acaso aquel amontonamiento humano era una gran pupila vibrátil, y la mano lejana, lejanísima, sólo un rayo de luz que cayese mi­lagrosamente sobre el papel, dejando un trazo finísimo.

Así estuve unos minutos, suspenso, mirando el cuadro. Al final, la niña estaba de pie sobre el muslo paterno, los dos brazos rodeaban el cuello, y la boquita tierna decía, casi cantaba, palabritas alegres, palabritas gritantes en el oído be­sado, en el oído inmenso e inerme. El niño colgaba ahora del brazo aquel que quería escribir, que escribía... Un niño se balanceaba de aquella viga de sangre y luz que era el bra­zo del poeta comunicándose.

Se deshizo aquel montón indistinto y Pedro Salinas se puso de pie. Me miró y se echó a reír. «Me has sorprendido in fraganti.» «¡Y qué in fraganti!», le dije yo. Me tendió el pa­pel. En la cuartilla, no sé cómo, estaba el poema:

Estoy pensando, es de noche, en el día que hará allí, donde esta noche es de día. En las sombrillas alegres, abiertas todas las flores contra ese sol, que es la luna tenue que me alumbra a mi. Etc.

Salimos a la terraza. Vivía Pedro, en Madrid, entonces en la calle del Príncipe de Vergara, y tenía una terraza que a mí se me antojaba, no sé por qué, que diera a los tejados de la ciudad de Sevilla. Era madrileño, nacido en una vieja calle, con mucha solera, de la capital; pero fue algunos años catedrático en la Universidad sevillana, y a mí me parecía, allí, desde su azotea alta, a esa luz del crepúsculo largo de primavera, ver alzarse, como un fondo necesario para «Don Pedro», la torre erguida y caliente de la Giralda.

Este madrileño, de poesía toda dibujo y nada color, me traía a mí asociaciones sevillanas, cuando le veía. Él, deshe­cho de figura, gordón y pesado, se fue a Sevilla y volvió re­cogido y erecto, cuidado y preciso, con una nueva armonía corporal, casi enjuta, y hasta con un humor finísimo que, ahora sí, tenía color: un color dorado, pálido, centelleante a un posible sol escondido; precisamente el color de la «man­zanilla».

Enseñaba un rostro de cargada tonalidad, con ese casi siena de algunos sevillanos, y le brillaban allí unos ojos claros y que sabían mucho de la vida. Con ironía afectuosa estaba siempre dispuesto a escuchar. Si seguías hablando, en algún momento volvíais en vosotros mismos y mirabais. La chispa irónica y afectuosa estaba desvanecida en un azul tranquilo, hondo, que era todo un ámbito para vuestro bien.

A través de los años, en la vida se ha conocido de todo y casi por todo se ha pasado. Queda el recuerdo noble de algunos seres que dicen un límite de humanidad, un límite sereno, verdadero, donde uno se pierde, donde parece uno haberse encontrado y reconocido. Allí, tranquilo, real, Pe­dro Salinas.
V. Aleixandre, Los encuentros. Madrid, Guadarrama, 1958, págs. 73-76.


PARA SABER MÁS.


video de grupo 27:




Documental sobre Pedro Salinas








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