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domingo, 6 de octubre de 2013

MITOLOGÍA ESQUIMAL: LA MUJER Y EL GIGANTE

En el tiempo en que existían seres maravillosos, una mujer salió de su casa con la compañía de un cesto con comida. Huía del maltrato de su marido. Hundiendo los pies en la nieve, avanzó mucho para alejarse de su horrible esposo. Ni siquiera paró en ninguna aldea del camino por miedo a que le obligaran a volver.

Cuando ya se encontraba sin alimento y con el frío agarrotando su hambriento cuerpo, encontró entre la nieve carne de caribú. Miró a uno y otro lado con la intención de encontrar a su dueño y pedir permiso para alimentarse. Sin embargo, allí sólo estaba ella, rodeada por el viento cortante y un extenso manto blanco. Tomó parte de la carne y la asó. Pronto se sintió más fuerte. De modo que continuó el camino. Subió una colina y se acurrucó entre dos rocas, sorprendentemente muy cálidas.
A la mañana siguiente retomó su andar. Al anochecer, se cobijó bajo un montículo, tan cálido como las rocas de la noche anterior. A la posterior, se acurrucó en la depresión del suelo. La siguiente, en la maleza entrelazada.
De pronto, la sobresaltó una potente voz:
-          ¿Qué haces aquí?
La mujer tembló aterrorizada. ¡Llevaba tres días caminando sobre un gigante dormido!
-Puedes quedarte- continuó la ronca voz- pero no te acerques a mi boca cuando duermo. Mi aliento podría lanzarte al cielo.
De este modo la mujer se percató de que el gigante no le quería hacer ningún mal, así que se tranquilizó.
Para alimentar a la huésped, el gigante acercó carne de cabirú y le indicó que podía usar algunos pelos de su barba para hacer fuego con el que asarla. La mujer agradeció el cuidado e hizo lo que le decía.
-¡Rápido, cobíjate bien entre mi barba voy a toser!
La mujer casi no pudo asirse al bello gris de la barba del gigante cuando todo se estremeció y un poderoso vendaval salió de la boca de su nuevo amigo.
Kinak, que era como se llamaba el gigante, permitió a la mujer hacerse una cabaña en su tupida barba, siempre lejos de su boca. Él sólo tenía que alargar la mano para capturar a los animales y proporcionar a la mujer tanto carne como pieles para protegerse del frío. Sin embargo se dio cuenta de que, a veces, ella estaba triste.
-¿Quieres volver a tu casa?- preguntó el gigante con su ronca voz.
La verdad es que se acordaba de su marido, mas tenía miedo de que volviera a maltratarla.
-No te preocupes. Yo te protegeré si lo necesitas.
Y tras decir esto, el gigante le aconsejó que cortara la punta de las orejas de las pieles de todas las presas y las metiera en su cesto. A continuación, sopló y el viento resultante llevó por los aires a la mujer hasta llegar a la puerta de su casa. Como había pasado tiempo, y la había dado por muerta, al verla, su marido creyó que era un fantasma. Sin embargo, al percatarse de su error, abrazó a su  esposa. Ésta le contó lo sucedido y él prometió no volver a repetir su mal hacer.
A la mañana siguiente la mujer entró en la despensa, donde había dejado las puntas de las orejas. Se sorprendió al ver que éstas habían crecido y convertido en pieles. Con ellas se hicieron ricos y su esposo tuvo gran influencia en la aldea desde entonces.
Pasaron los años repletos de felicidad. Habían tenido un hijo al que llamaron Kinak en honor al gigante.
Sin embargo, un día, el marido, por algo insignificante, se enfureció  y persiguió a su esposa por la nieve con un palo. Ésta cayó  y se acurrucó para protegerse. Entonces recordó y comenzó a gritar:
-¡Kinak! ¡Kinak!
De pronto el cielo oscureció y un vendaval alejó al hombre hasta que ya no se lo vio.
La mujer y su hijo siguieron viviendo en la aldea. Al correr los años, él se había convertido en un apuesto muchacho, pero con el mal carácter de su padre. Un día se peleó, de nuevo, pero esta vez el resultado fue la muerte de los otros jóvenes con los que discutía por una foca.
Aterrada, la madre creyó que lo mejor era que su hijo abandonara la aldea. Sin saberlo, cogió el mismo camino que años antes siguiera su madre. De modo que se encontró con el gigante. Éste lo recibió con alegría y le permitió hacerse una cabaña en su barba. Sin  embargo, aunque le avisó de que no se acercara a la boca, el joven no hizo el menor caso y se exploró la zona prohibida. En ese momento, los labios del gigante se separaron y salió un gran vendaval. El muchacho intentó, sin éxito, asirse al bigote del gigante. Salió volando despedido hacia el cielo. Y nunca más se lo volvió a ver.
Nadie más ha vuelto a ver al gigante, aunque se dice que en las frías noches de invierno puede oírse su aliento en la ventisca.




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