Es sabido que debemos mucho al Imperio Romano en cuestión de ingeniería, incluso en lo que ahora nos parece evidente. Así ocurría con las calzadas, cuyos restos se descubren en toda Europa.
Éstas se componían por tres capas: hormigón grueso, uno más fino y losas grandes, encajadas entre ellas con piedrecitas y limaduras de hierro. Además, no era una superficie plana, sino que la mente romana había ideado abombarla con el fin de que escurriera el agua de lluvia hacia los lados, donde estaban los desagües y la acera.A esto se suma el uso tanto de
carteles como de mapas. E, incluso, se indicaba la distancia. Ese era el empleo
de la piedra miliaria, colocada cada mil pasos (en torno a un kilómetro y
medio). Y no hemos de olvidar que los viajes se hacían a pie, en biga, en
cisium, carpentum y hasta en litera (si
el trayecto era breve). Sin embargo destacaba el caballo como medio de
transporte. De ahí que entre piedra miliaria y piedra miliaria se colocaran
otras más pequeñas con el fin de ayudar a los jinetes a subir a su montura
(tengamos en cuenta que los estribos aparecen más tarde en Europa, gracias a
los árabes que los toman de los chinos).
Sí, los romanos eran muy
inteligentes en materia de ingeniería y habían unido todo sus territorios
mediante vías. Sin embargo, a pesar de
lo violento de sus castigos, no pudieron resolver un problemilla: el peligro de
viajar por ellas, especialmente por los ladrones. En consecuencia, los viajeros
procuraban caminar en grupo. Pero tampoco se salvaban las posadas de los
caminos. De hecho, los patricios, solían abastecerse bien para no verse
obligados a parar en el camino en uno de
esos lugares. Y si el trayecto era extremadamente largo, no dudaban en hacerse
con recomendaciones que les sirvieran para buscar cobijo en casa de otro
patricio.
Espero que la curiosidad de esta
semana os haya parecido interesante. Aquí os espero el martes que viene.
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